sábado, 24 de septiembre de 2016

La tierra sola

Es curioso, pero me da la sensación que no todo el mundo vive los días de tedio y zozobra nacionales que nuestra época imprime, de la misma manera, de su única manera, con asco y resentimiento. Mi malestar no hace más que crecer a la velocidad con que lo hacen los niños, afecta incluso a mi vida personal; pues cierto es que la vida y la política no son exactamente lo mismo, pero su límite es frágil y vidrioso, en ocasiones, imperceptible. Aquellos que lo distinguen nítidamente, aquellos que viven la vida "personal" inscritos en una comunidad política, como "si no pasará nada", como "algo más que sucede en el mundo", como "algo inevitable", como si fuera una tormenta o un terremoto (mayormente provocadas por la miseria moral y la cruda y despótica ignorancia) me repugnan. Por mentirosos, por idiotas, por estafadores, porque en el fondo tras su supuesta independencia se ocultan las formas más viles y cobardes de la indiferencia, la indolencia y el egoísmo, que tan bien, a la pequeña escala de las costumbres cotidianas, le funciona al Capital. Destruir la esperanza de un mundo sólido de palabras, gris, en la edad de la razón, afecta inevitablemente a nuestras vidas, y de un modo devastador si conservamos aún algo de sensibilidad ética y estética para con el mundo; para hacer presentable el mundo. Comprometerse no sólo es actuar, o al menos, actuar de la manera tradicional: militar en partidos políticos, sindicatos, ¡qué bicoca!, o abrazar cualquier fe política, cualquier ideología en su forma religiosa o mítica. Intentar comprender lo que sucede, ya es un modo de comprometerse, algo inútil y poco práctico, pero al menos consciente; uno se sabe formando parte del barro de la historia, aplastado por esa avalancha del tiempo desordenado, pero consciente en la medida de lo posible, del mundo, levantándose con dignidad y honradez ante él. La única tarea limpia, al menos hoy, ahora, aquí, es pensar, comprender; el único modo de reorganizar el pesimismo, para luego, por fin, actuar. Esto último ¿lo digo en serio? No sé... Quizá... con pensar me vale para toda la vida, el actuar se corrompe rápido, y degenera en formas muy peligrosas. No sé lo que me digo ¿o sí?, quizá, puede, pero al fin... Reconozco mi estupor, mi desorientación en el mundo, mis propias, y pequeñas, contradicciones, pero no, nunca, la indolencia e indiferencia que veo en mi generación, ¡tan jóvenes y tan estúpidos!,¡esa desmemoria!,¡esa desmesurada e insultante ausencia de gusto, de sensibilidad! , pobre Brillat-Sivarin, escribió, como tantos, en vano, para nada, para nadie... Para la frivolidad y el entretenimiento como mucho... No sólo en los apolíticos, ¡bah!, los que sólo buscan negocio incluso en la miseria y la decadencia, tristes aspirantes a emprendedores, abogados de bufete, gilipollas varios, sino en los estudiantes del "tiempo nuevo" y los supuestos, incipientes, académicos, también en ellos, identifico la desmemoria. 

Esa imposibilidad de relacionarnos con el pasado, que ya mencioné en otro sitio; esa relación estéril de acumulación, de amontonamiento mórbido, de un pasado hermético y cerrado, como ya superado, en ocasiones abolido, es la causa, a mi juicio, de los males que nos abrasan en el discurso político de nuestros días. Si el pasado fuera más accesible y no se presentara como concluido, quizá su experiencia aún nos interpelaría y nos impactaría, dejando alguna huella, o algún precario rastro, gravado en nosotros. Parece poco. Pero construiríamos una imagen del mundo mucho más compleja, decente, digna, presentable, asumible. El problema es que aceptamos, toleramos, y nos divertimos, sobre todo eso, el ocio, en una degradación permanente de lo político y lo cultural. La televisión es el gran canal de esa progresiva e imparable degeneración, la causante de la desmemoria también. La televisión forma parte de nuestras vidas, perfectamente integrada en nuestro salón, en la cocina, o en las habitaciones, pero es un parásito que lo banaliza y relativiza todo, que frivoliza lo esencial y no permite ningún resquicio para el pensar, crítico y racional. No da tiempo, no hay brechas, no hay espacio, no se puede salir limpio una vez se entra, nos embrutece, y hay que reconocerlo. Todo es vena, sangre, emoción hipertrófica, diversión, entretenimiento, ociosidad, y propaganda, es decir, pura ficción, mentira. Una mentira que transforma las vidas y la política en vacío televisivo, en la nada más absoluta intercambiable por publicidad y dinero basura. Algunos, tienen más mecanismos que otros para distanciarse, negar esa manera de narrar la realidad, tan imperativa, tan dogmática, ciega y utilitarista, tan rápida y absoluta que engulle todo los tiempos excepto el eterno e inmutable presente. ¡Se vende hasta el futuro, mientras se acumula y se gangrena el pasado! Los que no disponen de  instrumentos críticos - y esto va a doler: depende más del carácter, la idiosincrasia, casi que de la cultura; tan carnívora como la televisión, y desde que es industria, son, en fin, ya lo mismo- interiorizan el discurso dominante. Que combina la estructura burocrática de los Estados de masas y los ridículos dogmas de la eficiencia económica: la maximización del beneficio. Personalmente me cuesta respirar este aire, y respirarlo además con el irrisorio y ruidoso pueblo que me rodea, más. Fuera de la tele, los hombres juegan como niños, ¡hay fútbol a todas horas!, informan de una tragedia política (corta, manipulada, adulterada, estetizada, bah) y acto seguido conectan con unos idiotas multimillonarios dando balonazos, aplaudidos por unos muertos de hambre que les adoran; es un desastre. Desolador. El lujo, antes, podía existir con cierta discreción, pero ahora, te lo restriegan por la cara a todas horas, su impúdica exhibición a nadie le importa, todos quieren ser ellos, esos adultos jugando como niños que ven por la caja vacía. Todo pasa arrollando, con total impunidad. Seguramente no viviríamos, incluso los pobres, con tanta diversión, plenitud, opulencia y abundancia sin el desbordamiento del capitalismo, pero seguro, se viviría más hondo, con mayor profundidad, con mayor dignidad, con más tiempo, lento, recostado. 

Todo lo anterior parece un grito desolado, en su conjunto, un gran vómito de tinta, visceral, poco racional, demasiado sentencioso. ¿Sí?, ¿seguro? Puede que no esté bien expresado, que no consiga la belleza y la resistencia que la escritura requiera, pero transmite una verdad inquebrantable de nuestro tiempo: El ocio ha sustituido al pensamiento, crítico, como tarea fundamental en la vida humana, ha envenenado una generación entera que dócilmente se deja hacer. Una piscina, un coche, pueden más que la memoria, que la moral. ¿Todos estamos enfangados en eso? Sí. ¿De la misma manera? No. ¿Hay buenos y malos? No. ¿Hay mejores y peores? Sí, claro. ¿Se puede cambiar? No, pero lo sueño. ¿Se puede resistir y soportar? Sí, ¿sí?, pero únicamente en la tierra sola. Aquel lugar, en el que sin moverte, sin cambiar, rodeado de gente, de pronto descubres que estás solo, que andas solo. Y eso, hay que llevarlo...

 

sábado, 17 de septiembre de 2016

Un templo inacabado


El otro día reflexionaba, como a chispazos, sobre la rapidez de los productos de nuestro presente, más efímeros y frágiles que nunca, y la velocidad, también la caducidad, que el concentrado de nuestra época imprimía en las cosas. La librería era esa pecera temporal, la mía, donde podía verse con nitidez y claridad ese movimiento fugaz y circular. Los libros entran y salen con un dinamismo y un anonimato frenético, con casi, total indiferencia; con la única finalidad de seguir alimentando el proceso de consumo, la cadena comercial, las tripas de la bestia. Ese presente acelerado que lo engulle todo, aglutina el futuro, lo atemporal, lo no acontecido, en lo inmediato; mientras el pasado permanece cerrado, críptico, amontonado como indescifrables objetos de museo. Pero eso sí, en un presente voraz, hambriento, que no hace más que acumular tiempo, tiempos ininteligibles. El presente ha prendido con la velocidad del futuro, y quizá se consuma hasta desvanecerse sin dejar huella alguna, sin rastro. Condenando los tiempos presentes a ser tan vacuos y estériles como el humo y las brumas del futuro. Nuestra relación con el tiempo es de acumulación. Unos mórbidos y exuberantes almacenes donde permanece un pasado que no sabemos muy bien cómo transmitir, ni cómo heredarlo, ni cómo recibirlo; un pasado con el que no sabemos relacionarnos. Definir las causas de este fenómeno, siquiera señalarlas, me supera. Pero sus efectos son múltiples y antiguos: que nos resulte más comprensible el futuro, lo que no existe, lo que aún no ha sucedido y permanece sometido a la caprichosa contingencia y a la incertidumbre, que un tiempo pasado ya acontecido, permanente y duradero, que sólo necesita una mirada atenta bajo la luz de la razón para descifrarse. En definitiva, nos resulta más próxima la atemporalidad, íntimamente vinculada al sueño dorado de la eternidad, que la temporalidad, algo limitado que nos recuerda la mortalidad y su condición ética, porque nos conduce, a la muerte. El futuro forma parte inexorable de un presente enfático e imperativo, es un momento más de esta actualidad omnipresente. Toda acción del hoy se subordina al mañana, su sentido se aplaza y se hipoteca al porvenir, al modo de la providencia; y el pasado nos es ajeno, permanece fuera de esa esfera de sentido, de comprensión, deriva en arena de olvido: el desolado y ácido cementerio de la memoria. Pensé que esta idea había florecido en mi cabeza como una rosa propia, pero no, ingenuo y torpe, el germen estaba en algo que leí de G.K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, concretamente, en el capítulo El miedo al pasado

<< Las últimas décadas han estado marcadas por la afición particular a convertir el futuro en algo romántico. Parece que nos hemos propuesto no entender lo que ha ocurrido y nos disponemos, con una especie de alivio, a declarar lo que va a pasar, lo cual es (aparentemente) mucho más fácil. El hombre moderno no tiene presentes los recuerdos de su bisabuelo, sino que se dedica a escribir una detallada y documentada biografía de su biznieto. En lugar de temblar ante los espectros de la muerte, nos estremecemos abyectamente bajo la sombra del bebé nonato [...] El movimiento no carece de elementos encantadores; hay algo ingenioso, aunque excéntrico, en la visión de tanta gente que vuelve a librar luchas que aún no han tenido lugar; de gente que brilla con el recuerdo de mañana por la mañana.>>  

No sólo el hecho de que el pasado nos sea más enigmático e incomprensible que el futuro (el hermetismo del pasado) es el único problema. Sino lo que presupone su acumulación: la idea de un tiempo concluido, una lucha superada que no necesita descifrarse, un fuego epocal apagado. La claudicación de lo viejo, la imposibilidad de repetición de un tiempo cerrado, terminado, que se ha abolido, no obedece a la inflexible ley de la historia según la cual toda revolución es una restauración. Una ley temporal de la que hay que liberarse sólo a partir de la conciencia de un tiempo pasado abierto, inconcluso, aún por hacer, en proyecto, un pasado como obra en construcción. Esa malevolente caducidad de lo antiguo, su inutilidad para el presente, ese carácter residual que lo aleja de la actualidad, produce un efecto inverso al esperado: la creación de utopías regresivas y ucrónicas, basadas en un futuro que evidentemente no ha tenido lugar y se adelanta como claro y distinto, y en un pasado absoluto y concluido, que no obedece a su verdadera naturaleza, según Chesterton, la de ser un templo inacabado. Unas ruinas de una vieja y bella ciudad que espera ser reconstruida, recuperada, y en cierto modo reencontrada de otro manera. Pues los grandes ideales del pasado fracasaron no porque se haya sobrevivido a ellos (lo que puede querer decir que se han vivido demasiado), sino por no haber sido suficientemente vividos; el hombre claudicó demasiado pronto. Los dos grandes ejemplos para Chesterton son la ortodoxia católica y el crecimiento moderno cuyas raíces son la Revolución francesa (que medio fracasó y medio triunfó). Dice Chesterton: " [...] el mundo está lleno de esas ideas frustradas, de estos templos incompletos. La historia no consiste en ruinas totales y derrumbadas; más bien consiste en villas a medio construir abandonadas por un constructor en quiebra. Este mundo se parece más a un barrio inacabado que a un cementerio inacabado". Los ideales no cumplidos y abandonados, son vistos por una generación inquieta y morbosa, la nuestra, la de mi pecera, como espléndidos resultados melancólicos del fracaso, destinados al basurero de la historia, y no como un pasado desafiante y esperanzador que anhela, como una tierra fértil, que le planten los frutales. 

El culto al futuro no es sólo una debilidad, sino una cobardía de la época, que influye en nuestra acción y proyectos de comunidad política; nos dice: "La mente moderna se ve forzada a ir hacia el futuro por cierta sensación de fatiga, no exenta de terror, con la que contempla el pasado. [...] Y el acicate que nos impulsa hacia delante tan alegremente no es una preocupación por el futuro. El futuro no existe, porque aún es futuro. Es más bien un miedo al pasado; un miedo no sólo al mal del pasado, sino también del bien del pasado. Ha habido demasiados hechos ardientes que no podemos abarcar, demasiados duros heroísmos que no podemos imitar; demasiados grandes esfuerzos de construcción monumental o de gloria militar que nos parecen al tiempo sublimes y patéticos. El futuro es un refugio de la fiera competición de nuestros antepasados." Según la temporalidad de nuestra época, el "presentismo" voraz, tan viejo como Chesterton, aunque hoy más radicalizado, puede hacerse el futuro tan estrecho como uno mismo, reducido a su inmediatez, empequeñeciendo al hombre, encerrado en su presente aislado e hinchado. Miran hacia delante inconscientes e ignorantes, porque les da miedo mirar hacia atrás con entusiasmo; entendiendo el pasado como algo en construcción y no como una etapa superada y abolida, cuyo fatalismo es la repetición de un fracaso. Quizá lo peor de todo esto sea haber convertido el futuro y el pasado en una misma ficción del presente.  






jueves, 15 de septiembre de 2016

El suspiro de la mariposa

Dicen mis amigos, más bien conocidos, que salgo poco de casa. Yo creo que salgo demasiado. No cuentan las noches de copas, de cine, en la intimidad, mis paseos solitarios por el pequeño monte que abraza mi barrio, no cuentan la invasión de las librerías de viejo, en verano, casi cada tarde. No cuentan casi nada que no sea vida social, vida administrada, una vida de papeleo y prestigio. Esas librerías que saqueo, que nutro, que me acogen durante tardes enteras, bañadas en polvo y páginas viejas apolilladas, títulos borrados, olvidados, y la frustración de lo que nunca se podrá abarcar, el reflejo cruel de lo que nunca seré, no cuentan, parece. Su experiencia, realmente, son las que llenan una vida. Además son un desastre, no sólo yo. Muchas, no saben lo que tienen. Otras son modernas, grandes, y con tentáculos de poder, producto de la industria cultural. Son locales de vendedores y no de libreros, donde se almacenan libros en condiciones higiénicas, se amontonan cosas limpias, bonitas, y nuevas, productos de mercado, de lo inmediato destinado a abolirse, de la actualidad no ironizada, del Dios del comercio, dios del tiempo, de lo crudo y vasto, efímero y pasajero, pero que hoy, abarcan todo nuestro presente de forma absoluta. Reciben paquetes, los abren, los venden o no, pero, si venden, no reponen. Llegan más paquetes: la cuestión es el movimiento, poner libros en feria, expuestos como besugos, lo mismo da uno que otro. A menos que intervenga la televisión... "Así podemos vender los buenos". ¡Qué hipocresía, qué miseria, qué pobreza! Pero todos lo asumimos como normal, como la única forma de narrar lo real. Es lógico, hay que vender, tienen que ganarse la vida. Pobrecitos...

Una mañana entera paseando por Barcelona. Por la tarde, huyo. El banco. Grotesco, frío, deshumanizado. No necesito nada de lo que me ofrecen, según ellos, "oportunidades", "ventajas"; yo venía para otra cosa. Empapelan el aire con dinero y las cabezas con falsas esperanzas doradas. Todo esta lleno de viejos, viejas, con sus precarias cartillas unos, con su hambrienta avaricia otros. Todo crece proporcionalmente a su decrepitud. Siempre me ha sorprendido, estupor, lo conozco bien, cómo los que están al borde de la muerte, en el límite de la alegría, en plena decadencia física, su única preocupación oscile entre el dinero y el sexo. Colgados aún del sexo, ahí, en esa zona oscura y melancólica, sólo viven de fluidos. Lo del dinero es más comprensible, es su única forma de relación humana, su única forma de comprender y ser queridos, su modo de ver, unificar, el mundo, es la medida de todas las cosas, y el sentido de su existencia. Muchos vienen del franquismo, donde sustituyeron la moral y la memoria por piscinas, por cargos, dinero; no digamos ya a partir de la Transición y la institucionalización, la instauración del sistema de partidos, una bicoca. Pero no son sólo ellos, la fiebre infecta a todos los que veo en ese gélido espacio de profesionales de la mentira, de vendedores de humo. La memoria, nada. La desmemoria, toda. ¡Cómo no! tienen poco tiempo y lo emplean en sobrevivir o en enriquecerse, no hay término medio. 

Los grandes Paseos. El de San Juan. Todo parece normal. Hombres, mujeres, terrenales, de terraza y bicicleta, van a trabajar, otros simplemente pasean. Muchos jóvenes yendo a sus escuelas, dónde sólo pocos, los sensibles, aprenderán alguna cosa. Yo no tuve esa suerte. Me las apañé con una amiga, y muchos libros, tardíos, lentos, inacabados, pesados. El sol brilla con furia y empapa con suavidad, pintando las hojas verdes de los árboles que envuelven el paseo. La luz cuaja en su tronco, creando pequeños cráteres de corteza por donde respiran, supongo; también baña mi rostro, y el de muchos, con la triste ilusión de una felicidad futura. En ese paseo, el sol, siempre promete demasiado, se excede. Acostumbrado a alumbrar familias, que no acepta que sean irreconciliables, ha adquirido una función infantil de promesa, de esperanza, que pronto se convierten en ilusiones perdidas. Y ese paseo es, vía viva de ida, y, vía muerta de vuelta, por ahí pasa todo, teñido por ese sol, esa luz esperanzada. Otro paseo. De Gracia, en su doble sentidos. Ahí sí que veo de todo, y la gente que antes me parecía sujeta a la tierra, ahora se desprende; construyen sus blancas y esponjosas alas de sueños como los angelitos, y ascienden a cielos incomprensibles para mí. Veo de todo. Especialmente: pobreza, muy íntima, riqueza, muy pública; indiferencia, frivolidad, mucha ductilidad; servilismo, docilidad, y algo paradójico, muchísimo ruido enlatado, ensordecedor, y a su vez, un silencio mortuorio, casi no se puede hablar, todo esta dicho, repetido, copiado, en un presentismo, en un presente que lo engulle todo o subordinado a un futuro absoluto, seguro, definido, tan cerrado y acumulado como el pasado hermético e infranqueable. Es extraño, nuestro pasado es más hermético y enigmático que nuestro futuro, más opaco y desconocido, blindado. Incomprensible.

Atravieso el centro. Tumulto indecible. Argamasa. Demasiadas síntesis dialécticas se agolpan en la cabeza. La mía, de un espacio limitado. No lo asumo, no lo digiero, pero en el fondo disfruto del ambiente. Hay un cierto gusto en el displacer estético, sobre todo urbano; a mi, me pasa siempre. La decadencia sólida, firme, gris, de Belgrado, Lisboa, me encantó, aún vivo de su recuerdo. Llego al mar, a la playa, perfectamente introducida en la ciudad. Delante de ella, me siento como un chiquillo con una rodaja de melón en un día caluroso. El horizonte, la línea que rompe y separa los colores del cielo y el mar, ordena mis ideas, las tranquiliza y relaja. Se parece a la línea del tiempo, así me la imagino. Tengo la ciudad  a mis espaldas, y en el momento, no pesa. Luego, demasiado, suspiro, y huyo.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Kjell Askildsen: un vasto y desierto paisaje


Noruega es otro país. Sus hombres son inseparables de sus grandiosos y desmesurados fiordos; viven entre la modernidad y el secreto depósito de melancolía que oculta la exuberante naturaleza virgen. Un temperamento gélido que enloquece y se pierde entre montañas y desérticos glaciares. Su espíritu, se forja en magníficos puertos, limitados y eternizados por el mar, y en los días tristes y lentos de lluvia y neblina. La capital, Oslo, es una población pequeña pero agradable, dice Pla. En las afueras, cerca de las pistas de esquí, Kjell Askildsen, escribe gritos mudos cosidos a palabras. Él, que construyó la imagen de una decrepitud solitaria, aislada, silenciosa, progresiva, sin fin, en la desesperanza del estado de bienestar postcapitalista, vive la suya con plenitud. 2016. Ochenta y seis años ya, soportando, escribiendo, traduciendo abnegadamente a sus autores -Broch, Strindberg, Beckett, Harold Pinter (de los que no he leído nada, de momento)-, eludiendo la merecida fama, y la adherida bicoca, de su magnífica obra, por la cual lo conoce el mundo: una magistral colección de relatos breves, short story, o llano y lato, de cuentos. A mi juicio, uno de los mejores que he leído. Incluso, sin caer en lo atrevido y lo pretencioso, un clásico a la altura de Joyce, por la profundidad, la reflexión interna de los personajes (sobre el tiempo), de Hemingway y Carver, por el estilo, de Sartre y Camus, por el sentido. El final de los textos nunca llega, como si pensara que la última palabra sólo la dicen, la imponen, los necios y los malvados. Sus narraciones nunca llegan a finalizar la pequeña historia de un hombre, porque en el fondo solo habla del mismo hombre universal, desolado y abandonado. Nos suelta a la intemperie, tras habernos mantenido suspendidos ante un abismo, agarrándonos del cuello hasta la asfixia, prometiendo vanamente la seguridad, sin haber resuelto los conflictos existenciales de los personajes. Narrativamente no existe ese conflicto, esa fiebre, de las plumas inestables y quebradizas entre el autor y el lenguaje, el estilo, que lo enturbia todo. Simplemente hay sobriedad y elegancia en su lenguaje, distancia, razón mediadora, y ese espacio que nos separa unos de otros: la soledad. Sus palabras están llenas y rebosantes. Pero llenas y rebosantes de soledad, del sin sentido de la vida, en la infancia, la madurez, la vejez, del hombre en el poscapitalismo: zozobra y tedio de la vida hecho sistema político. En su escritura desnuda, sin artificios de ningún tipo, sólo pone lo necesario, lo justo y preciso, no sobra ni falta nada, es exacto, un acto de geometría virtuoso. No existen los efectos decorativos, ni el hedor de esas estéticas absolutas, redondas, en descomposición, ni añadidos fortuitos; solo hay ritmo, cadencia, y las palabras justas para identificar un estado de ánimo, de conciencia. Cada oración lleva adelante la historia, sin ornamentos narrativos excesivos, sin "trama", ¡es la jodida y puta vida! expuesta sobre sí misma, lanzada, a su propia garganta. El problema fundamental, de su literatura, la destrucción de la intimidad como autenticidad, ¡ese bellísimo y terrorífico conflicto!, queda sin resolver, inacabado. En el oportuno prólogo de la edición de sus cuentos completos (Cuentos; Lengua de trapo, 2010), Fogwil, sintetiza perfectamente la escritura, la esencia, de estos cuentos:

 << Los textos de Askildsen eluden descripciones, escenografías, tramas, suspensos, desenlaces, sorpresas calculadas que revelen la mala fe del narrador, pinturas de época, guiños a la moda de temporada, denuncias contra nazis, el racismo, el estalinismo, el capitalismo, la contaminación, los medios de comunicación, la policía, la monarquía, la injusticia, ni contra el mal, entendido como resultado de un proyecto consciente de los humanos. Y sin embargo, cada una de sus páginas nos sacude como si fuese un alegato. ¿Qué alega? >> ¿Contra qué lucha?, ¿contra qué se resiste y patalea?, ¿qué soporta? Nada, o la nada de la vida en nuestra época, su vacío, su estar ahí, parado y lento. Eso, nada más, un grito mudo de angustia. Prosigue, Fogwill:  << Efectivamente, es un artista del narrar y ha creado un estilo indeleble. Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos reducidos al mínimo y muy a menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una palabra o por un impulso al actuar; con climas y estaciones indicadas  apenas por la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias resumidas por simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano, o con odio significado por el movimiento de un cuerpo que sale a prender un cigarrillo. Con semejante material ha podido crear un mundo. Su mundo [...] >>

Askildsen, es un autor que no resiste las etiquetas, ni cualquier otro tipo de aprisionamiento o canonización. Su obra, su prosa, despojada de generaciones y grupos culturales, tan depredadores, se ha comparado con distintos autores que han acuñado un estilo idiosincrásico y personalísimo. Se le ha comparado con el realismo sucio carveriano, por la sobriedad de estilo, su economía literaria, y por reflejar, revelar, el despotismo de la sordidez que ocultan las pequeñas cosas, los objetos cotidianos que configuran nuestra intranquila tranquilidad del día a día. Esos objetos y experiencias que, aunque no se oigan, no se muevan, producen un temblor sísmico hasta el horror, que acecha bajo la aparente intrascendencia de los hechos pequeños, y destruyen, a la vez que lo forman, su mundo. Cierto que ambos autores comparten esa revuelta contra lo convencionalmente real, la famosa "realidad aplastante", tan brutal, que no es sino un emergente de las maneras de narrarla. Pero la plasticidad, la ductilidad, el engranaje exacto, de la prosa de Askildsen, es muy superior; la originalidad y penetración de sus reflexiones y narraciones sobre el tiempo, y la inauguración de un "minimalismo de la abundancia", los diferencia de un modo radical. Los cuentos de Askildsen entran a fondo en el espíritu, son bisturíes del interior humano que rastrean entre las vísceras para ponerlas sobre la mesa y diseccionar los conflictos larvados durante años entre los personajes, captados en un momento cualquiera de sus vidas. Nada es explícito en sus historias, todo es sutil e indirecto, señala, indica, pero nunca muestra más que la conciencia, la elegancia es su distintivo. No hay el erotismo ni el sexo, ni la violencia cruda de Carver, ni ese lenguaje, en ocasiones, viciado; solo existe la sensualidad precaria y escasa, una terrible frialdad y rigidez, en esos deliciosos cuentos de los fiordos. La inteligencia de Askildsen penetra hondamente, es más profunda y araña al lector en el alma, involucra su propia vida, golpea en su conciencia, por esa desnudez y ausencia de artificio, que en Carver no existe a tal nivel. En otro acto injusto de asociación, han relacionado sus textos con el existencialismo de Sartre y Camus, por la construcción perfecta del nihilismo (no pesimista) y su concepción del hombre. Nada que ver. La intención y finalidad del noruego son mucho más complejas, discretas, y ocultas, silenciosas y educadas. No existe, más o menos visible, una filosofía con mayúsculas, coherente, amplia, que envuelva y rodee su "narrativa" y sus personajes, como existe con los existencialistas franceses. Los cuentos de  Askildsen no son textos de formación o medios pedagógicos para explicar una filosofía, son parte de una reflexión íntima y subjetiva, casi como una confesión personal: fragmentos que hacen alusión a un orden perdido. Sus hombres, son el hombre real, ordinario, corriente. Aparecen, como aparecen en la vida real, como si no hubiera nada mejor que el hombre. Mientras que en Sartre y Camus sus personajes se van haciendo a través de la voluntad; sus hombres, abiertos e indefinidos, responden más a un ideal, una utopía, que a una dura y cruel resistencia de la realidad. Me invade un extraño y penoso sentimiento de vergüenza al hablar de su narrativa: es tan limpia, clara, ligera y vidriosa, que casi se escurre entre los dedos, resbala de las manos. Casi, digo casi, indecible. Magnífica. 

Fogwill, para terminar, parece descartar con demasiada rapidez el elemento político de sus cuentos. Ciertamente no obedecen ni a capillitas, ni a trincheras, ni a grupos políticos; su lectura no es ideológica, ¡que desperdicio de lectura sería ese!, pero sí obedecen a las más genuinas experiencias del hombre en un régimen postcapitalista. Sus personajes sufren aquel sentimiento de culpa que según Benjamin produce el capitalismo como religión. Existe una vinculación intima entre el sentimiento concatenado de los personajes, deuda-culpa-castigo, y el tedio y zozobra del mundo que les rodea. Hay, ciertamente, algo religioso en todo eso. La decrepitud, la desolación y la angustia de los hombres en sus vidas, descritos en su literatura, no es espontánea, sino que nace del concentrado de una época, la nuestra. Los hermosos e inquietantes títulos de sus cuentos dan prueba de ello: Un vasto y desierto paisaje, Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, Los perros de Tesalónica, Una lechera de tiempo, etc. Son la metáfora de todo, contemplado desde el lado brutal y solitario de la vida. Parece que Askildsen coincide con esa idea zambraniana, que responde a un "para qué se escribe", según la cual se escribe para defender la soledad en que se vive. Los cuentos de Askildsen no solo defienden la soledad en que se vive, sino que la embellecen deliciosamente con una sensibilidad que nuestra época nos amputa.