sábado, 22 de julio de 2017

L'ou de la serp (XII) El Godó invertido

La Vanguardia, el periódico de la pueril burguesía catalana, actuando una vez más como censor, va de suyo, ha retirado un artículo de Gregorio Morán recién salido del horno. Aún con la ardiente masa del desenmascaramiento, cremosa pero ácida, una de esas gélidas llamadas grises de burócrata de tanatorio donde todo empalidece y se marchita como en invierno, informa al escritor, sin aludir motivo concreto, que su artículo ha caído. Ha caído fulminado, frito como un agudo pajarito cantarín y de colores abatido por las balas de un cazador. Es curioso, la censura ha sido política y no del tipo económico. Los periódicos en nuestro siglo sólo censuran textos que puedan desmontar complejas redes de negocios en mares sucios, turbios y convulsos, y con ello, cualquier vibración que descomponga al gran Amo simbólico de la única e invencible ideología dominante: el capitalismo, como fin de la historia. Sí, hay censura, pero de esa chusca, cateta y rancia que sólo ejercen los empresarios gordos con bocios de pelícano, ojos de colesterol y los morros rosados hinchados de oporto. Sus dedos amarillos de nicotina sólo rozan la pasta: el dinero del mafioso que distribuye las calles del mapa geopolítico según las leyes del Padrino: "Si te toco la calle 42 del distrito X hay guerra? -Sí. -Pues entonces... (balbucea) nada, no se haga". Se dirán, los matarifes nacionales. Pero aquí sucede algo insólito, la censura por motivos políticos, más bien subordinados a la obediencia ideológica de lo étnico y tribal, revela un giro regresivo de la política catalana hasta tiempos del franquismo y el sindicalismo vertical que parasitaba distintos periódicos y agencias periodísticas que actuaban de parte, siervos del poder. Hoy, como nunca, con el compas ya totalmente cerrado, se está con el poder clasista de la xenofobia o contra el poder nacional. ¡La Vanguardia como el diario Pueblo, el Arriba, o el Informaciones!, y mejor, La Vanguardia de Aznar, el abuelo, que desterró a su director Gaziel, y tantos otros. El nacionalismo, al fin vinculado con el franquismo. La censura nacionalista, como la censura franquista, es más que las gollerías del negocio y el mercado mafioso institucional; es un vínculo político: lentamente, saboreando la pelotilla, dirán, ¡Morán Censurado, al paredón! La analogía con el franquismo no se queda aquí, puede estirarse viscosamente como un chicle cuando vemos la recuperación (y aquí también acuso al gobierno de España) de viejas formas de matonismo político, y ah, qué peligro, una policía ideológica, agentes de partido dirigidos por un enfermo delirante que le da mucha pena todo el mundo, con su babosa moralidad, y que constituye, gobernando armas y uniformes, un verdadero peligro civil. Pero el punto dulce de todo esto llega cuando vemos que las CUP, en un acto indigno y difamador de propaganda considera franquista a todo aquel que disienta del butifarréndum 2.0, tenga o no elementos críticos (filosóficos) para su repulsa. Pobres diablos, desconocen la ignominiosa cantidad de consultas que franquismo realizó y ganó, desconocen que las consultas hipertrofiadas o no, que reducen la política a insolventes códigos binarios, no son el genuino exponente de la democracia, su dorado resplandor abrasador, sino su modo más rudimentario, primitivo y negligente, para gentes sucias. La desvergüenza de los cachorros lactantes del nacionalismo catalán no se mide por las toneladas de estulticia, las plagas de indoctos y necios rampantes, ni siquiera por sus semejanzas, proximidades y afinidades con el matonismo vertebral, vertical, sino por la triste realidad, fruto de una frustración y un fracaso generacional, de aquello que podrían ser y ya es imposible que sean: hombres y no bestias de redil. La unión de la burguesía y las manadas marabuntas conducen a una metáfora histórica irresistible: el Godó invertido. Los juguetes fascistas del dueño, no sabemos si solipcista o autista, Ramon Godó han dado un giro de 360º para cambiarlo todo de color y ropajes para que todo siga igual. Su funcionamiento paralelo en tiempos distintos: el fascismo, el nacionalismo, que como decía Gaziel, son ilusiones morbosas que encarnan una absoluta impotencia, hacen la revolución vestidos de romanos.  

PD: el artículo de Morán, puede verse en el diario diigital Bez.es
  

    

jueves, 20 de julio de 2017

L'ou de la serp (XII) "Una peceta"

No es habitual relacionar el oficio de escribir con las opiniones de un payaso. El escritor, según se desprende de la novela de Heinrich Böll, cumple con la tarea del bufón como artista: su dedicación al desprestigio. Hay que recuperar la memoria desprestigiando a sus cancerberos, rescatarla de la indigencia a la que está condenada y sometida por la injusta ruina de un pasado inapelable, teniendo en cuenta la medida de ese arte: el kilómetro de la infamia; que al igual que el kilómetro sentimental, cuanto más cerca más universal e intolerable. Los catalanes, aunque parezca lo contrario, necesitan un payaso, al modo de gran instructor de la ironía trágica que conduce la historia. Su decadencia, junto a las indecibles cuotas de vergüenza, es atroz. El nacionalismo ha sucumbido a las ironías del progreso, al capricho del cambiante humor de la política: el catalanismo arrasado se mantiene vivo, pero moribundo, gracias a unos pequeños pueblos catalanoaragoneses, ¡justo encima de la línea!, que defienden, frente al alcalde y la Generalitat -lo traen hoy los periódicos-, la razón: su doble pertenencia. Barcelona, como bien dice Arcadi, ha pasado de las tórridas carnes de Teresa Gimpera con el sello de Bocaccio estampado en sus muslos, a la toga gris de Teresa Forcadas. Mientras, los olvidados pueblos excluidos del mito y liberados de la xenofobia son el último reducto del catalanismo político y el sentido común. La ciudad es la comarca, la ciudad en marcha hacia el regreso; brillante inversión del tiempo y el espacio. Otra audacia del gobierno xenófobo, una más: pedir una peseta a cada español, un euro a cada catalán, ¡pleonasmo otra vez!, para salvar a Mas de su condena, para salvarse ellos mismos del estruendoso fracaso, para financiar su vanidad y su amnistía, la de la corrupción. Nuestra economía ha mutado su especie en Lola Flores, "una peceta nomás..."

sábado, 15 de julio de 2017

La vida del arte


Es un día maravilloso, ni la tiranía del sol, ni el ostracismo de las nubes; el día juega al gato y el ratón, entre la suavidad de una fina gasa de nubes color gris claro, humedecida por una tibia luz de juventud, y un espléndido cielo azul, despejado, diáfano, refrescante, delicioso. El cine está cerca de casa. Son las cuatro de la tarde: se permite la  perversa morosidad del paseo que sustituye en tiempo y forma a la quietud de la siesta. Un hombre remolón, con esa melancolía que se pega en la cabeza como la fiebre, como las sábanas al sudor frío de los muslos tras un sueño tierno, delicado, sofocante. Camina, camina, entre la sombra de los árboles, unos cuantos metros más, cierra los ojos, sudorosa la frente, tostada la piel, rosadas las mejillas, bambolea, ya hemos llegado. La película es el breve testimonio de la frustración, la derrota íntima, el talento y el éxito de un artista. Es exactamente su título, la vida del arte, para Lynch, la única vida del espíritu; reconfortante, pero culpable. El cineasta ya envejecido, humeante, fumando y fumando cigarro tras cigarro, como si el tiempo transcurrido se reflejara en cada colilla consumida por el ardiente punto rojo, nos cuenta su tranquila, su feliz, infancia y su conflictiva historia de juventud colonizada por la pintura hasta llegar al rodaje de su primera película, Cabeza borradora, tan enigmática, tan cautivadora, perturbadora, como incomprensible; ¡de un hermetismo atroz! Nos habla desde su estudio de Hollywood, California, pero lejos de la producción cinematográfica, de las pompas de la industria y las cositas buenas, brillantes, de los cócteles, de hecho, todo lo que cuenta está lejos del cine, pero cociéndose lentamente desde los arrabales del silencio creativo. El estudio, en el que zumba, es una especie extraña, una mezcla de garaje, casita de madera de jardín y terraza de cemento abandonada; rodeado de muros, vallas de alambre, encajado, solitario, en la ladera de una pequeña colina de verdes apagados, marrones pardos y pequeñas manchas nicotinadas. Un lugar aparentemente descuidado, olvidado, pero que en cada marcada señal de decadencia corre la fe de vida y arte, el querer vivir de un modo desconcertante, inevitablemente propio: paredes blancas descorchadas, yeso raspado como picoteado por cuervos, colas de contacto color y textura de gelatina, espumas aislantes para la construcción, planchas de porexpán, untuosos pegamentos amarillos y cobalto, espesos y ácidos líquidos en grandes recipientes, ¿órganos en formol?, tubos negros de goma con anillos de gusano, papeles, grapas, taladros, tornillos, alambres, sierras, pinceles, masa mojada de arcilla blanco roto, brochas, palas, potes de lata, latas, verdosas botellas de plástico vacías con un poso de cacas de insecto, costra de polvo e incipiente moho, botellas de ocho litros cortadas por la mitad con disolvente rosado, aguarrás, cubos carbonizados, taburetes con plastas de pintura seca, tablas de madera carcomida, grandes lienzos minados de pulgón, una manguera sucia, grasa oscura, una mesa de bricolaje, latón, una vieja televisión de tubo con la pantalla azul, una aparatosa radio, un sillón de tela beis sin brazos ni orejeras, y colillas esparcidas por un suelo color crema -natilla- recubierto de ceniza, pelusas, gotas de sudor, virutas de corcho, arenilla de madera, y una fina capa de polvo de óxido. El esqueleto de herrumbrosos hierros en forma y tamaño de vaya publicitaria donde Lynch pinta sus cuadros de descomposición orgánica, fluidos residuales, cuerpos mantecosos, viscosas masas de goma, y elementos de gran simbolismo alegórico sobre la muerte -una pistola, sombras sin rostro en soledad redonda-, el punto de fuga de todos los sueños, el siniestro manto del inconsciente, ocupa el espacio central del estudio. Su antigua querella fundacional entre ficción y realidad, lo onírico y lo diurno, la imaginación grotesca y lo sólido real, diferencia y repetición, la vida y la muerte. Todo su mundo cinematográfico, el disolvente posmoderno, está ya de algún modo contenido en sus primeros dibujos de sombras y sus últimos cuadros de materiales obscenos. La película, más documental que cine, pretende desviar nuestra viciada mirada del director que todos conocemos al joven pintor frustrado, al viejo pintor infatigable. Pero entre ambos hay una conexión originaria y creadora, ¡oh!, para Lynch, desde que se encerró en un establo para pintar, los cuadros son imágenes con sonido y movimiento, la pintura entendida así, antes que la fotografía, es el inicio de su cine; su cantera.

La intimidad es, otra vez más, el gran fracaso de la cinta autobiográfica. No consigue enfrentar al creador, a cara de perro, ante los fantasmas, las bestias negras y las contradicciones de su propia vida. Ante la paradoja que se establece al comparar la turbia especulación tentadora de sus películas, el peligro de sus cuadros, -el mismo peligro que la idea de la muerte puede tener sobre el suicida, puede resultar seductora, tentadora y altamente atractiva: la promesa de descanso- y los pequeños detalles fácticos, diminutas heridas empíricas de la rutina y la familia, que los desencadenan. En el punto dulce de la narración, desaparece la intimidad; revelando con ello una importante ausencia, un notable fracaso. Ante la tenebrosa profundidad de las cañerías ficcionales de Lynch no hay explicación ni respuesta desde los hechos íntimos de la vida; quedando la intimidad bajo la mancha negra de la ignorancia que acompañará parte de su obra. Por el contrario, su gran logro es precisamente establecer el estudio del autor como un no-lugar, distante, relativamente indiferente, cálido, desde donde narrar lo que está entre la vida y la obra, esa confusa y ambigua brecha decisiva cuya extensión es un vasto erial; las vías intermedias de creación entre la vida y la -su- representación, el vínculo inexorable entre la copia y la copia, según la semántica deconstructiva del director. Precisamente allí donde está el proceso de creación se dan los tiempos muertos, perdidos, gastados, el yermo creativo, que necesita el arte para crecer. Los pozos secos de la nada, los vacíos del silencio y la soledad de los días de tedio, las agotadoras horas de zozobra en que no sale nada; un parcial, en ocasiones total y absurdo, estancamiento de la vida, la más pura inacción del sedentario, ahí, es donde se dibujan las vías muertas que no conducen a nada pero que establecen, a modo de cartografía y mapa general, el mundo propio del artista, o su punto de vista, los pilares y paredes maestras de la obra, los cimientos, que con el paso del tiempo y la decantación de materiales diversos, se convierte en arte, en un intempestivo clásico. En esos momentos en que el hombre se levanta, solo, ante la culpa adherida al sentimiento de derrota, ante el miedo al fracaso, la incertidumbre de si se llegará, es cuando se decide el carácter y se define la personalidad del creador. Dos imágenes. La vida: el niño David sentado en un charco jugando con su pequeño amigo del barrio, bajo la sombra de un árbol que les protege del abrasador sol de Ohio; la vida feliz. La obra: una densa amortización histórica -política, cultural y humana- del cine; la ruptura de todos los géneros y narrativas encartonados, inconmensurable aquí, no me cabe. Entre medias, otra imagen: un siniestro sótano húmedo y oscuro donde el cuerpo de una rata se descompone sobre una especie de mesa de operaciones liberando gases y fluidos intestinales; experimentos con  una paloma derretida, deshinchada, con los huesecillos rotos de las alas y las patas, solo el pellejo de la paloma, y unas moscas diseccionadas, mutiladas, amputadas ordenando todas su partes, patas, alas, tripas, junto con un pez, sobre una hoja analítica de clasificación de gran eficiencia administrativa. Todo, la inexorable fórmula del arte con sus incógnitas: el tiempo perdido.     
  






viernes, 7 de julio de 2017

L'ou de la serp (XI). Lo botifler


No pasé un buen día cuando leí, por decirlo al modo y gusto de la ruinosa burguesía étnica, el linchamiento que un instrumento grosero de la obscena propaganda nacionalista había ejecutado -como sólo se ejecuta con impertérrito pulso a los traidores destemplados por un encapuchado siervo dócil y fiel como perro carroñero, tuerto y pulgoso, a su amo- sobre Gregorio Morán: el mejor ensayista de la regresión progresiva de la cultura y la política española, y su indecible dialéctica, hacia pozos de degradación insólitos, cuyo lúgubre suelo era un adoctrinamiento ideológico reaccionario y represivo, acompañado de un proceso de banalización y fatuidad capitalista que se vino a llamar, para no interrumpir delicadas digestiones, la vida moderna. Un lodo estancado que apestaba a excrementos y orín de búfalo de agua, al igual que la redacción de El Nacional, el papelucho que aplica las acomplejadas técnicas de agitación, movilización, y difamación del timorato soberanismo, que ya son algo tan habitual como insoportable. Acostumbran a tomar como sacrifico patriótico a una ficción, España -un absoluto que se plantea metafísico y armonioso, y no en su obscenidad fragmentaria-, a mediocres agentes políticos del arribismo o algún insigne, lustroso, miembro del mandarinato ibérico. Pero el injusto, arbitrario y sucio ataque propio de bobos, necios consuetudinarios, a un sólido escritor, el único que hace de la crítica cultural de la política un elevado género literario e historiográfico, de moralidad, destino y carácter, intachables, es un estrago más de la aterradora decadencia del nacionalismo; que camina mortuorio hacia un acabamiento sin final, a una prolongación infinita del conflicto como modo de permanencia en el poder: busca producir un zombi político eterno, una especia de parásito que se alimente, para crecer como el musgo, de la basura en forma de miserias y bajezas del enemigo fabricado. Corrupción, que descontrolan y ocultan al mismo tiempo, para suavizarlo y maquillarlo todo con los colores de la aurora liberadora de lo utópico, bajo la versión más simpática, juvenil, ingenua y jocosa de lo patético. No conozco mayor ridículo que el que produce la vergüenza ajena de ver a un supuesto adulto, un padre cualquiera, comportarse como un excitadísimo adolescente, disfrazados todos esos respetables miembros de la familia de superhéroes de cómic para indolentes de refresco azucarado, con su bandera estrellada y logotípica, y camisetas de colores corporativos, todo eso amb la carmanyola en la mochila; lo que da muestra de la enorme payasada que supone reducir la política a un acto social, una merendola escolar o un encuentro para jubiletas de “pa amb tomata”, sardinas y sardanas. Es la existencia de estas mamarrachadas denigrantes e indigentes que hacen pasar por periódicos, del mismo modo que hacen pasar la injusticia por justicia divina, los que hacen que un país de hombres sea un saco de mendrugos secos. Ya conocíamos su insoportable narcisismo de las diferencias, la irritación urticante que les producía la igualdad entre los hombres, el odio por lo extranjero, lo extraño, cuando lo extranjero es el bárbaro, y el bárbaro lo español y todo aquello que no son sus perfumadas pieles y la música cursi de sus vidas. Pero no conocíamos el hondo, por sostenido, carácter acultural del proyecto xenófobo. La aculturalidad que han convertido en sólido cimiento de su gran mentira; la construcción cultural nacional: una cultura administrada, dirigida, estofada, y sometida al capricho sentimental de hombres milenarios e instituciones mafiosas, que se permite el privilegio de llamarse como tal excluyendo, marginando, cuando no calumniando, a escritores de la talla intelectual y moral de Gregorio Morán, por el mero hecho de ser críticos. Pervirtiendo así la semántica emancipadora de la idea ilustrada de cultura, que ciertamente siempre fue, en parte, una gran ilusión liberal, una burda mentira hipostasiada, al menos, desde la invención o producción de las grandes industrias culturales, que ni son el bien supremo del eje político de una sociedad abierta como pretende la cínica socialdemocracia para esconder sus vergüenzas e instaurar la gracia divina en la tierra, ni tampoco son el instrumento de dominación tiránica y maligna que suprimió al pacífico buen salvaje de la edad de oro. La aculturalidad es esa burda pretensión trampantoja del nacionalismo de construir una cultura burocrática, de trámites institucionales, ferias de abril, fiestas del día del libro y la rosa chorreante de rojo, festejos folclóricos, que eliminen el contenido crítico para que se fagocite de propaganda y publicidad, pretexto para fundirse el erario público en estrategias de partido disfrazadas de festividad refrescante y popular, excluyendo así, el elemento disonante de la cultura; si es que alguna vez pudo darse la posibilidad de sintetizar la natural, por fundacional, oposición entre cultura y filosofía; viva representante esta última de la pasión negativa que mueve el pensamiento crítico. La cultura nacional, al asimilarse a una identidad colectiva e institucional condena a la cultura misma a vagar por la vacuidad, la fatuidad, el cinismo, y la esterilidad más absolutas; a erigirse como censora implacable de todo elemento extraño, molesto y embarazoso, al sistema identitario. Bajo estas precarias y frágiles ingenierías se oculta el pálpito racial del sentimiento de pertenencia más primitivo y rudimentario de la tribu, ser o no ser un buen catalán (no basta con serlo, desde el pujolismo hay que querer serlo, tiene que gustarte serlo): Morán, ante la turba ruidosa, es y seguirá siendo un charnego no integrado, lo botifler. Díganlo rápido, seco, contundente, y disfrútenlo con ese placer animal, ¡Morán al paredón!

PD: Todo lo que dice la propaganda nacionalista del papelucho es mentira: véase el artículo de Morán del sábado 1 de julio de 2017 en La Vanguardia.   

sábado, 1 de julio de 2017

L'ou de la serp (X). Libres, tus demonios

La profunda decadencia de Cataluña, hasta el punto de dejarla en la ruina moral y cultural, se explica por su contundente fracaso político, que consiste en haber liberado sus demonios, su fiebre, la xenofobia de hombres con una única idea en la cabeza, como respuesta a la grotesca incapacidad para solucionar la frustración y el resentimiento que generan las brechas de un sistema de explotación económica en crisis (reformulación del capitalismo, como se resetea un ordenador viejo), y la imposibilidad de construir, como deseaba el catalanismo, un vínculo de reconocimiento con la política y la cultura española; una alteridad histórica. El nacionalismo, aquel que incuba implacable l'ou de la serp, significa la muerte civil y real del viejo catalanismo político. El pujolismo, encargado de administrar, con dosis de caballo, la adulación y autoestima nacional necesarias para el ensimismamiento, algo desmedido y delirante, es el artífice de la ruptura en condiciones democráticas. Consigue producir la primera generación de catalanes satisfecha de si misma, endiosada, de su mitología de la arrogancia y de sus intelectuales felices; el que consigue instaurar unas bases étnicas y psicológicas para la identidad nacional, penoso fundamento del estado de nación cultural que aplasta las pequeñas voces o subjetividades disonantes. La hegemonía del pujolismo fabrica una sociedad catatónica en la que bajo el signo identitario colectivo desaparece el extrañamiento y la desconfianza de los individuos hacia los poderes económicos, las instituciones burocráticas y el mandarinato cultural; exactamente, esa uniformidad recobrada a causa de la reorganización del capitalismo, es la única explicación (falta la responsabilidad de los gobiernos españoles que ahora no viene a cuento) de la decadencia y la hipertrofia de la sociedad catalana. Y repito, y lo digo despacito: el pujolismo y el nacionalismo son la destrucción ética y estética del catalanismo político.