domingo, 23 de abril de 2017

L'ou de la serp (III)


Hoy Cataluña es un inmenso plató de televisión comarcal; y las consecuencias y estragos de haber convertido una pequeña comunidad en un show, al estilo campo de fútbol, y la ciudadanía en share, pueden verse diariamente en cada veta de la degradación de ese foco potentísimo y ese altavoz ensordecedor que es TV-3: el actual intelectual orgánico de Cataluña; que proyecta sus fantasmas con eficacia técnica y sin tregua en todo el territorio. Se levanta, se impone, un gigantesco aparato económico y simbólico, -sólo es el símbolo prepotente de una autoridad y una intervención identitaria- para la rendición gregaria a la brutalidad mediática del cinismo cultural y su espectáculo. La viva representación de la sucia frivolidad y banalidad con la que los nativos se toman los asuntos de la cultura: una evacuación simpática, festiva, alegre, del nacionalismo; pero fétida, como toda evacuación intestinal. Es Sant Jordi, San Jorge. En Barcelona; la supuesta capital del libro. ¡Ahg! Rosas, muchas rosas, millones de rosas, libros, generalmente muy malos, casetas, y ese tono de abril pegado en las tiernas carnes de las mocitas, felices, risueñas, paseantes; y sus muchachos, pavoneándose, con su pieza y su primer y último libro. Una secreción sentimental y comercial parecida a la de San Valentín. Ambas, apoteosis de la cursilería; puro azúcar, apología del almíbar y el sirope cívico. 

La triste y desafortunada asociación de cultura y ocio (he llegado a ver a Zweig, ahora que está tan de moda, en el suplemento Metropoli. La Revista de ocio... de El Mundo...), literatura y tendencias, arte y espectáculo, lector y consumidor,  que se da en esta supuesta fiesta cívica es una prueba sangrante -sólo para aquellos que aún nos queda sangre en las venas y una delicada piel ilustrada- de la necesidad de retornar, sin el amaneramiento y el maniqueísmo tradicional, a la distinción entre alta cultura, gran arte, y cultura de consumo, groseros fetichismos mercantiles. El ambiente está tan condensado de simbolismo y la consolidación del mandarinato llega a tal extremo, que los estándares aplastan al individuo, los estereotipos son el hombre concreto, y la industria cultural se degrada, se debilita, mengua, hasta el infecto nivel de lectura de Pilar Rahola y sus astracanadas chavacanas. Al más ingenuo de los lectores le puede parecer una exageración, o un análisis basado en las ocurrencias más o menos sutiles de un letraherido; pero la falsedad de esa suposición y la prueba fáctica de la decadencia cultural en Cataluña sólo muestra su rutilante y brillante rostro cuando nos comparamos con las industrias culturales (dejando al margen la naturaleza del concepto y fenómeno: Industria cultural... y fijándonos meramente en una mera política pragmática) más sólidas y potentes de Norteamérica, que incluso integran la ciencia y el discurso ensayístico analítico, como formas de negocio. Si aceptamos, tal y como se vende en el discurso performativo institucional, Sant Jordi como la representación oficial de la cultura en lengua catalana y castellana, aunque sea la guinda, la mayor y más graciosa exposición al público del negocio cultural y editorial en nuestro país, deberíamos desfallecer de vergüenza ante la abismal, la galáctica, brecha que existe entre nuestro mundo editorial, su calidad y su volumen de negocio, y la saga Brokman: Kairós, Edge. Lo más cercano a una verdadera civilización, o a un tribunal de la razón, ¡y encima rentable! Mientras nuestro mundo editorial pasea la fauna mítica y sentimental, los Capdevila, Espinosa, Rahola, Cercas, Amela, Eyre y cualquier pazguato televisivo; Brokman pasea y señorea sus Pinker, Dennett, Searle, J.R. Harris, Dawkins, Minsky, Churchland, B. Greene etc. Nada más que decir.  

Todo lo nuestro parece una regurgitación, ese rancio sabor lácteo: cultura, étnia, nación, lengua, pueblo, estado étnico; una cadena mortal y devastadora para la razón política, que fiestas como la de hoy, no hacen más que osificar. Todo confirma mi sólida convicción, una certeza, de que en Cataluña, quizá también en España, ya no queda nada para adultos; todo se ha infantilizado y diseñado para menores de edad irredimibles. La fiesta es uno de sus espejos, un fiel reflejo de sí mismos, su cursilería, su horterada, su debilidad intelectual, estética, y su absurdo colectivo.  

viernes, 21 de abril de 2017

Retorno sentimental a España (III)



Max Aub aterrizó en el aeropuerto de Barcelona el sábado 23 de agosto de 1969. Silencio y sobria belleza. Treinta años acompañado por sus sombras. Treinta años de exilio y ausencia. Era un día dulce y soleado, limpio y esperanzado; una esperanza que pronto se quebrantó. No había nadie. Sólo él. Ni se respiraba el aroma marchito del destierro, el rancio vapor del desterrado. Ni se sentía el pálpito necesario de la libertad, su aliento, su vaho. Podía escuchar la voz de su conciencia, lo único sólido e inmutable al pasar los años. Allí, en un recoveco, en esa desconocida raíz común que une inexorablemente vida y obra, daría comienzo su diario español, la crónica del regreso: La gallina ciega, perfecta metáfora. Un testimonio feroz y desgarrador del retorno de un hombre destruido. Sobre un país que ya no es el suyo, lo fue, pero hoy, ya irreconocible para él, es otra cosa, era otra vida. Sobre unos hombres pequeños, ridículos, caducos amigos, que con una sucia y frívola banalidad usan la palabra escrita y viven como si nada hubiera sucedido, sin inmutarse; olvidaron todo, sus ideales, sus principios, para mantener sus piscinas, para seguir bebiendo y comiendo despreocupados en la vida nonchalance de los clubes deportivos de tenis de la alta sociedad. Está, pero no es. ¡Ha cambiado todo tanto! ¡Ni siquiera los callos son lo mismo, no pican! La carretera de Francia. Granollers, Figueras, Cadaqués, el Ampurdán, un tema del cambio y la permanencia en sí mismo. La trilogía republicana: Barcelona, Madrid, Valencia; una trinidad de felicidad. Los árboles, las casas, el castillo, las cálidas plazas, todo revienta de sol mostaza, el cielo vivo y rosado, la tierra siena, la enormidad de las gentes vulgares, de sus coches, la alegría que tiñe las calles, la algarabía de las fuentes, el verde de los olivos, el gris de la roca, todo le es extraño, le empapuza, nada pertenece al viejo orden perdido. No se reconoce en la velocidad de la vida moderna española, todo debería tener la luz habitual del regreso, del reencuentro, una quietud. Se inquieta. Frío en la vida. Se fue de un lugar que ya no existe, tal como era al principio, un mundo sin fin. No hay regreso, no hay mundo. Precisamente la fuerza y el significado desalentador del cambio reside en el olvido, consiste exactamente en borrar el pasado entumecido y reescribirlo todo según los términos de un presente ocioso y ensimismado. La indiferencia del país le atormenta. Saca a flote todas sus contradicciones, las que convirtió en el gran tema de voces plurales de su narrativa, las que le convirtieron en un excelente escritor. Max no deja de decirlo, lucha contra el nuevo mundo inane de objetos estériles fabricado sobre el humo, el polvo, la mugre, de la guerra, y su indeleble rastro oculto: los cadáveres del olvido, sin rostro, sin nombre. Lucha, reflexiona, contra si mismo, su retorno; ¿por qué he vuelto? En ese paisaje enfático y sereno de su escritura, habita, no vive. Las cosas y sus alrededores, su contorno abismal, su volumen, su sustancia, sus densidades, le estremecen. Como si el mundo sólo fuera literatura; y todos, al fin, mero recuerdo, sólo memoria. No es así, pesan los vivos, su precaria realidad moral y espiritual, ¡asimilados todos!, ¡siervos! No lo soporta.

Existe un antiguo refugio para soportar la desolación y la niebla de las ruinas: la escritura. La palabra es un elemento crucial en el análisis del retorno de Max, es una gasa que envuelve todo el libro, y que legitima y justifica la idealización de un pasado iluminado por la intensa luz de la memoria y la esperanza. Se ha perdido el mundo sólido de palabras que toda la literatura pretende construir, y que en parte existía sólo en la cabeza de Aub. Me vienen a la cabeza las palabras de Arcadi Espada: << La tentación melancólica es constante y dura de sobrellevar. Parte del supuesto de que, cuando entonces, las palabras decían lo que decían y sólo lo que decían. Un conjunto tautológico muy confortable. Un mundo serio donde las palabras expresaban compromisos nítidos y firmes con la realidad y con los otros. Un mundo donde las palabras luchaban contra la confusión en vez de contribuir a su onda expansiva. Un mundo donde las palabras trabajaban contra la arbitrariedad y el capricho y no permitían que su música, a veces tan hipnótica, pudriera los poemas. Un mundo donde regían la verdad y la mentira, bolero; pero jamás la charlatanería, la caca de la vaca, el aciago y disolvente bullshit. >> En eso consiste, quizá equivocadamente, toda la literatura melancólica del destierro.  

  

    

jueves, 20 de abril de 2017

Retorno sentimental a España (II)


Hay que estudiar el modo en que los hombres, siendo los mismos y al mismo tiempo otros, vuelven al origen de su mundo devastado. El modo como se enfrentan a la destrucción, a la nada, y se encaran a ella, será decisivo especialmente para el perímetro moral y el valor memorialístico de sus obras literarias. El retorno sentimental a España después de la guerra, de Josep Pla y Max Aub, los dos grandes escritores del siglo, es el objeto de estas notas. Ambos volvieron a un mundo pulverizado, aniquilado, inexistente; y la dialéctica con esos escombros del dolor les determinará como escritores. Representará de un modo general, los dos modos en que los intelectuales españoles afrontaron la tragedia: convirtiéndose en mandarines de un régimen abyecto o en parias y exiliados de su propia vida, errantes eternos. Fue un destino accidental en sus vidas que les marcó para siempre, y les dirigió a un espacio inequívoco: obedecer o resistir. Para ambos la España franquista constituye el mayor desafío de la representación de la memoria; un reto que debían asumir desde la escritura y su inherente belleza. El mayor triunfo del régimen sería hacer de su gobierno despótico sobre los hombres, y su cruel historia de sangre y ruina, algo irrepresentable, inenarrable, indecible. Pla esperó y deseó el triunfo del golpe militar fascista; y el régimen tuvo éxito también sobre su escritura. Hay algo de soledad culpable por eso, retraimiento, fue vencido, derrotado en su tarea literaria y memorialística: claudicó, no dio testimonio. No escribió más que una breve crónica apologética sobre su regreso a España en 1939, Retorno sentimental de un catalán a Gerona; de la que ya daremos cuenta (sólo desde las encarnaciones pequeñas y concretas puede darse un relato exacto del terror y la monstruosidad). Un papel mojado por el miedo, la cobardía, que desembocaba indignamente en la desvergüenza. Lo escribió para La Vanguardia Española, dirigida entonces por Manuel Aznar; y en la que Pla albergaba algún futuro profesional: ser primera firma y pluma del diario. No pudo ser, su aspiración se frustró con la llegada a la dirección del indecible Galinsoga, antiguo director del Abc, y hombre de primera hora del régimen franquista; apartó a Pla de su felicidad y del mandarinato oficial. Ante la inmensidad del fundido en negro, Pla, no escribe nada sobre el franquismo y sus nefastos resultados, se acoge al rasgo más agudo de su carácter, la irónica soledad misantrópica y sobrevive como un pequeño burgués sometido; refugiado en su masía de Llofriu, escribiendo para Destino, el semanario conservador que dirige Josep Vergés; el futuro editor de su preciosa obra completa. Paradójicamente toda su obra será una escritura de la vida minúscula, sencilla, vulgar, una recuperación de la memoria y el tiempo del hombre y de la naturaleza, una lenta y minuciosa reconstrucción literaria del mundo anterior a la guerra civil. Él nunca escribirá en términos inteligibles sobre ese momento crucial, y mucho menos desde la imaginación. Mantiene un cruento litigio contra ese exceso y ese desbordamiento, un árido conflicto estratégico con la novela y sus cauces estéticos y expresivos; sólo atiende a la observación empírica y moralista, a la memoria, de lo real. No quiere comprender, ya tiene su juicio político establecido sobre las causas del desastre fascista: el fracaso de la República debido a su inestabilidad y la fraseología utópica y radical del comunismo. Por el contrario, Max Aub construyó toda su obra narrativa en torno a la guerra, los campos de trabajo argelinos, y el exilio; y mezcló con notable talento, imaginación y memoria. Asumió con inteligencia, y cierta arrogancia, la posibilidad del fracaso de esta magna operación literaria; pero cumplió moralmente: él sí dio testimonio hasta el final. Pla y Aub son los dos modelos del paradigma ibérico del retorno. Aquí, se dará cuenta de ello. 

Dicen los viejos que llega un momento en la vida en el que todo cambia sin que uno se haya movido del lugar, no eres tú, es el paisaje moral y político, y de pronto, descubres que estás solo. Ambos escribieron de modos muy distintos sobre la soledad en un tiempo indigente y criminal.  

viernes, 14 de abril de 2017

L'ou de la serp (II)


La institucionalización de la mentira y la melancolía es uno de los signos de la nueva era política, y en especial, uno de los objetivos cruciales del gobierno secesionista catalán, cuyo éxito y beneficio puede verse día a día reflejado en la liberación de la desvergüenza identitaria en todos los medios de comunicación catalanes. Es un extraño territorio divino, donde la distinción entre medios públicos y privados no existe ya que todos están subvencionados en alto grado por el poder institucional; donde la diferencia crucial entre creencias y hechos, propaganda y análisis, legalidad y moralidad, es una mera ilusión; y donde las condiciones mediáticas normales en toda democracia, las reglas y normas del pluralismo negativo que dejan un hueco para que respire la oposición, no operan en absoluto; negligentes y zafios mecanismos de protección de la palabra. Todo anda trufado por esa sutil cosa catalana, tan idiosincrásicamente burguesa, del eufemismo constante que envuelve sus vidas, ese animalito que llevan dentro, esa cosa suave, simpática, aparentemente inofensiva, inane, que llena de entusiasmo el orden discursivo, distorsionándolo, pervirtiéndolo. Todo funciona según la lógica del hombre sentimental, el ser más insensible por redundante antinomia, que tiñe los días y las horas de la vida pública catalana con un tono lacrimógeneo, crepuscular, amanerado, servicial, autocomplaciente, y ficcional, que hace de todos sus actos, absurdos y marginales, un éxito rotundo preñado de vacía esperanza. El último de los intentos de ese imperio de la mentira sentimental ha sido la "internacionalización del proceso" (no se atreven a llamarlo internacionalización del conflicto, por su obscena resonancia); una estrategia efímera y publicitaria, destinada a la distracción más que a la obtención concreta de resultados políticos. Ha resultado ser el más cruel reflejo de su inanidad y vacuidad. Ni los intentos por Europa, ni en EE.UU, han ido más allá de un estéril apoyo de sus copias, sus réplicas internacionales: nacionalistas, xenófobos, regionalistas, antieuropeistas, partidos minoritarios y marginales de derechas, que compartían el cauce de secreción melancólica y sentimental; y una especial inclinación por la irrelevancia moral.

La recuperación del núcleo doctrinal del viejo catalanismo que representaban Pi i Margall y Gaziel, un catalanismo "federalista pactista" no racial, cuya ruptura y humillante derrota ya quedó plasmada en su tiempo, resulta hoy una vía muerta y una brecha insalvable para el nacionalismo actual, que ha perdido toda visión de orden y conjunto político, y ha olvidado, junto con la razón, toda consideración estética del mundo. No hay nada nuevo en eso. El cómico gobierno de Puigdemont (es una ridícula anomalía integrar gobierno y oposición en un mismo partido) parece repetir como farsa el mismo error del siglo pasado, integrando el catalanismo político bajo las formas religiosas regresivas que representó V.Almirall; un nacionalismo con savia racialista compuesto de una extraña mayonesa cortada: catolicismo, lerrouxismo, y darwinismo social (eugenesia). La internacionalización del "hecho diferencial" del actual gobierno, oculta su profundo desprecio por lo político y su preferencia indudable por el mito. El pasado es futuro. El último éxito de la repetición como farsa: la fotografía que encabeza estos apuntes viperinos con los congresistas Dana Rohrabacher, el republicano "libertario", sólido negacionista del cambio climático, y Brian Higgins, desnortado demócrata, (no iban a negar a Dios) acompañando al presidente Puigdemont. Son el resultado de un fracaso anticipado, sólido, contumaz; cuyos estragos serán el enquistamiento y la prolongación infinita del problema catalán como medio para mantenerse en el poder a través del tejido eufemístico, la ficticia superioridad moral y técnica, y la fabricación de promesas vacías. La mentira y la industria melancólica son su único medio de vida, su arrogante sentido, su modo inquebrantable de poder sentimental.   

viernes, 7 de abril de 2017

L'ou de la Serp (I)


Hacía una mañana fresca y radiante, el mar resplandecía y decidía el color del cielo, brillaba intensamente en los ojos del espectador, y el aire venía salado de sus entrañas. Gaziel, ensoñado, solitario, sentado en un banco del passeig de Mar, mientras paladea el agradable sol que cae sobre Sant Feliu de Guíxols, reflexiona y pasea por sus recuerdos. Era 1957, en los primeros días de un verano sometido a la escritura, y sus antesalas burguesas; los ensayos fallidos de un oficio muy próximo al gran arte, cuya dialéctica oscila entre lo grotesco y lo sublime. Y tras años de derrotas y fracasos morales, el escritor catalán pretendía hacer repaso de su vida, y de un tiempo infame, para enfrentarse a sus fantasmas a través de la construcción de una magna literatura melancólica -y en este punto no tiene rival-, cuyos andamios venía preparando desde hacía años con el periodismo y su trabajo como cronista y corresponsal en la Gran Guerra para La Vanguardia. De la que sería posteriormente uno de sus directores en 1931 hasta el levantamiento militar de 1936. Escribiría los textos más importantes y clarividentes para entender el catalanismo político de su época y la construcción histórica de un país en conflicto identitario permanente, casi consustancial. Lo haría amargado por la España sol y moscas, negra y magra, que le condenó, con ayuda del catalanismo más bárbaro, al ostracismo cultural y político, al olvido en el presente y a ser otro en su propia tierra, extranjero y extraño en su casa. 

Su prosa detalla con lirismo y morosidad grandes evocaciones del gran delirio que enfermó su tierra y su gente, y que en el fondo identifica con una profunda derrota histórica: el catalanismo y su fatalidad; la imposibilidad de su autonomía. Abrazó la causa como su destino literario, político y personal, con un entusiasmo, a veces, descorazonador y con un escepticismo y resignación que sólo permiten la inteligencia. No entraré en las interioridades de ese Delirio -pues son el objeto de esta serie larga de notas y apuntes que inicio: L'ou de la serp-, y la huella que dejó en Gaziel, hasta el punto de convertirlo en un hombre y un escritor manqué. Sí destacaré una de sus más recurrentes, afinadas y corrosivas frustraciones, cuyo correlato político ha conducido a una radicalización del movimiento nacionalista y a su mayor descrédito y deslegitimación intelectual y estética. Gaziel, como él mismo escribió en su Història de La Vanguardia (1964), pretendía hacer del periódico de los Godó algo así como el intelectual orgánico de Cataluña, para convertirlo en el gran interlocutor mediático-cultural con España. El órgano nacional debía catalanizar Cataluña y catalanizar a los españoles escribiendo en castellano, conservando su tradición literaria y su lengua, y abandonar su megalomanía y ensimismamiento, un endiosamiento peligroso y estúpido, para convertirse en una referencia moral e intelectual española. Subyacía en todo eso la única vanidad, aceptable, del catalanismo (des)político en el pasado siglo: ser el conductor de los asuntos españoles, y serlo de un modo europeo. El catalanismo burgués quería transformar y gobernar España para cambiarla, y mantener el vínculo, sin contradicciones ni hipóstasis, con el campo semántico e ideológico de la vida moderna: la velocidad, el deporte, la industrialización y el desarrollismo, el turismo de masas, la publicidad y la televisión, la moda, y los restaurantes de carne a la brasa y frites. No acabo de creer en esa ficción de encaje del nacionalismo, siempre cabe sospechar y desconfiar de su naturaleza primitiva y sus rudimentarios engaños, pero en fin, existía ese catalanismo político de un modo empírico e integrado en un marco español, aunque fuese para transformarlo y reescribirlo. Nada tenía que ver con el actual juguete delirante con tendencia a la comarca y a la aldea, ¡ese provincianismo atroz!, que les parece tan vergonzosa y ofensiva la postura gazeliana. 

El sentimentalismo: el gran fracaso del viejo catalanismo político; la indiferencia de la élites hacia España, su irresponsabilidad, su desidia, su hermetismo folclórico, el etnicismo, la pasión por sus demonios. Gaziel lo lamentó, como lamentaría el desbordamiento del delirio actual, la misma sentimentalidad, patética, ridícula, insensible. Su recuperación, esa imagen de Gaziel que da inicio a la melancolía y a sus memorias; pintar ese cuadro y ese crepúsculo a lo W.Turner, "hombre en el passeig de Mar".  

jueves, 6 de abril de 2017

Del amor a las marcas


En los últimos días nuestra charca mediática viene cargada de infamias e indigencias. Son muchas, profundas, y de putrefacciones diversas. Como siempre, lo que señalan con la sofisticada técnica de la sinécdoque es una metáfora exacta de su degradación y su perfecta mentira. El diputado Espinar, bobo e iletrado representante de la nueva generación de trepadores de la izquierda pop y cool, fue fotografiado con dos botellas de coca-cola en el comedor del parlamento, después de promover un boicot adolescente contra la compañía de la refrescante bebida azucarada, a causa del ERE (uno de los mayores eufemismos criminales de nuestro tiempo que oculta el despido masivo, el desamparo, el dolor y la culpa) que se avecina en una -habrá más- de sus fábricas. La noticia, evidentemente, no es que haya un diputado tocado por la hipocresía y la torpeza, la exageración y la charlatanería, una boca donde la palabra no encuentra refugio entre tantas moscas. No. La noticia, obtenida por el método Fackel, el desacoplamiento, es la permanente y atávica imposibilidad de un oficio: el lenguaje periodístico es incapaz de asumir una semántica crítica contra la realidad, incapaz de diferenciar, y mantener el conflicto, entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer. La prensa, y los mass-media en su forma actual, siguen siendo un vehículo de dominación complejo que bajo el gobierno de una totalidad político-económica inane y represiva convierten la libertad de expresión en un poderoso instrumento de hipertrofia y manipulación, ocultación y reacción.     

El ejemplo es simple pero intenso, difícil de asumir. La marca coca-cola no salió dañada en la sobreexposición mediática de su injusticia, de su crueldad y cinismo: el ERE. Al contrario, se vio reforzada y reafirmada, se vio naturalizado y normalizado su proceso de expulsión necesaria de la suciedad, como si de un organismo biológico que se limpia se tratara, ya que el fetichismo de esta mercancía trasciende la cotidianidad y el aburrimiento psicológico de otros productos menores no mediatizados por la macro-historia. Se han construido relatos míticos, falsamente históricos, de la coca-cola como modo de emancipación política; capaz de derribar hasta el muro de Berlín y el telón de acero. La coca-cola, y cualquier producto de la misma magnitud teológica, desborda las clásicas reflexiones entorno al placer negativo y el goce sin objeto de los productos de fabricación y consumo comercial: no desear algo concreto, una cosa determinada, comprarla y satisfacerse, sino mantener el deseo de seguir deseando, la insatisfacción químicamente pura de la sed insaciable del sujeto de placer. La complacencia sería la supresión del deseo y su voracidad, y el fracaso de la dialéctica escatológica de la mercancía, que apunta siempre a un exceso de placer inherente en el cuerpo del hombre al que le corresponde una dimensión sublime: la promesa de amor puro, sin temor a pérdida, un goce infinito, apologético y seguro. Repito, la coca-cola bajo condiciones capitalistas se convierte en un objeto trascendente que cristaliza en lo histórico utópico para dotarse de una carga simbólica tal, que le hace representar algo más que la economía libidinal individual de un sujeto o un modo de producción concreto: representa todo un sistema de vida moderna y espiritual, una cosmovisión del mundo político, religioso, cultural e histórico, una nueva libertad moral, de costumbres, y un estado de movilización general. La coca-cola es un maldito tropo, un objeto escatológico que significaba, frente al comunismo, la salvación o la condena de los hombres; su compra y su consumo es la elección y aceptación de la libertad, la democracia, el progreso y la prosperidad. Una prueba de todo este concentrado de significación es la película Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder.   

La crítica, la escritura, debería ser capaz de revelar la secreción del hechizo de las exquisiteces teológicas de lo comercial: el tránsito de lo sublime al excremento, la basura y lo residual del objeto de consumo. Capaz, de devolver al objeto su historicidad, su contingencia y su discreto lugar desublimado y secularizado. Los medios ante la contradicción flagrante de la coca-cola, vivir en la opulencia y el máximo beneficio y despilfarro, y despedir por "necesidades presupuestarias" a los trabajadores, se fijan en la doble moral y la torpeza del diputado Espinar. Porque atacar a la coca-cola es atacar a nuestro sistema de vida, atacar a la mitología de la democracia del mercado que reduce la libertad política (positiva) a la libertad negativa de elegir para mi familia entre la comida de gato o la de perro para cenar.       

Existe un último y definitivo elemento de la sinécdoque que podemos deconstruir para dejar la contradicción bien abierta y en carne viva, y es la llamada nivelación de las distinciones de clase que decía Marcuse -la unidimensionalidad-, y que revela el verdadero sesgo de la función ideológica: el conocido "Todos bebemos lo mismo, todos bebemos coca-cola". Si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de recreo y ocio, si desean el mismo tipo de vicios y mujeres, si la secretaria se viste con los mismos zapatos y el mismo vestidito que la hija de su jefe, si el negro tiene un BMW y fuma el mismo tabaco, si todos leen el mismo periódico, y nadie lee un libro, y se sacian con el mismo refresco azucarado, esta asimilación indica, no la desaparición de las clases, sino la medida en que los deseos y esperanzas, las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del "sistema establecido" (la red oculta de relaciones de dominación) son compartidas por la población subyacente (por todas las clases sociales). Son las mismas para toda la población: todos anhelamos y esperamos lo mismo en las mismas circunstancias del mundo y la vida capitalista. Imposibilitando que las costuras se deshilachen, que surjan vetas de subversión o resistencia, rupturas emancipadoras, que aparezca algo nuevo; pues toda disonancia será reescrita en los términos alienantes del marco común de deseos e ilusiones, castigos y recompensas. La coca-cola y su correlato mediático-político, la imposibilidad de la crítica, son la verdadera iglesia invisible.

martes, 4 de abril de 2017

Retorno sentimental a España (I)


Ayer, noche opaca y taciturna, echaron Espoir (Sierra de Teruel ) por la televisión, en ese maravilloso, pero sofocante, programa-ciclo de Tve2Historia de nuestro cine. Interesante propuesta televisiva tocada por su acumulación, vacuidad y arbitrariedad inherentes; sigue habiendo en todo esto el eco de las cajas vacías ferlosioanas. Sierra de Teruel fue dirigida en 1938 por Malraux -notable escritor y ex ministro de interior y de cultura francés entre 1958 y 1969- cuando la guerra ya había dejado en las caras tiznadas de la gente las huellas del sufrimiento y el hambre. Es interesante oír el zumbido real que acompaña la película: motor ronco de aviones y coches, bombas silbando en el aire, metralla, esquirlas de lamento, el rumor del pueblo aplastado, como higos secos... Casi se puede seguir el vuelo y el destino de las balas, notar, el temblor y la inestabilidad de insecto del cuerpo de cada hombre, si expandimos la imaginación hasta las circunstancias históricas. Estaban interpretando su propia vida, su único y verdadero papel, su final. Es extraño y turbador, pero en la cinta no se dibuja ni el miedo, ni la esperanza, ni la angustia, ni la meditación que antecede al quebranto; se contiene la desolación como los objetos el silencio, todo parece un enorme bloque de yeso en la expresión, y se entiende. Pero aún podían verse hilillos de vida en los vidriosos ojos de los actores, en ausencia de toda belleza consolidada. Sin ella, todo bien moral parece poco, débil, frágil, hambriento, inútil. El artista y su obra, el gran arte, brillan cuando tienen que ponerse en pie sobre su tiempo y desarrollarse en medio de tinieblas. No hay arte sin promesa de felicidad, sin superación y profecía. Aquí, sólo hay plenitud en escenas sueltas, ejercicios fallidos, campos ácidos y yermos, y un final sentimental (aunque, es cierto, existen algunas escenas de verdadero cine negro; azares del proceso de creación). Ni siquiera el crepúsculo de la formalización de un orden, la cristalización de una cosmovisión, la irrupción arrogante, radical, definitiva, de sus posibilidades de emancipación, y su lenta destrucción posterior en las variadas formas de la decadencia inexorable. Epoir, es una película inacabada, como todo en una época mutilada, agujereada y dañada por los estragos de la devastación fascista; su fragmentación es el reflejo de un tiempo roto y perdido, desordenado; y quizá la causa única de su fracaso. La ilusión era remarcable e insólita: en plena guerra, dedicarse al encuentro entre el arte y el hombre, la verdad y la belleza. Eso, sólo podía darse entre el grito y la locura. Quedarán siempre como ciudadanos que han desafiado a la muerte, y al mal, para vencerlos con elevación y dignidad, con la mayor potencia de fuego contra la guerra y su terror: la amputación de la vida; pero con el regusto amargo de la derrota más atroz y efectiva, evidente en su proyecto cinematográfico y político.  

 Max Aub supervisaría todo el proyecto, asesorando en todos los procesos de la operación ética y estética. Fracasaría, como ya hemos dicho, en su firme voluntad de llevar a imágenes sus logros con la palabra: dar a cada frase su peso, a cada coma -una cuestión moral- su espacio, a cada palabra su hondura, a cada idea su brillo y penetración. Las imágenes no son como las palabras, no soportan todas las cargas de la razón. Max, en pocos meses abandonaría España, país forjado a sangre y fuego, para iniciar un largo exilio que lo llevaría de los campos de trabajo en Argelia a una dulce, pero dañada, vida familiar en México: treinta años de ausencia sin olvido. A su regreso, en 1969, "he venido, pero no he vuelto", sus primeros recuerdos son para la película y su resistencia, escritos en La gallina ciega, esa excelente crónica sentimental del regreso, ese diario de la miseria y la grandeza, el olvido y la eternidad:  

<< Nadie queda en el hall del aeropuerto nuevo que brilla por todas partes: sobre todo el suelo. Salgo. Única diferencia con Roma, Londres y París: aquí las puertas son electrónicamente corredizas. Ninguna emoción. Y, sin embargo, en estos llanos filmamos muchas escenas de Sierra de Teruel, de por aquí son -o deben de estar enterrados- los campesinos que fotografié para escoger los figurantes de la película [...] El campo-los campos- bien roturados, de todos colores; del siena al verde, todos tostados de agosto. Estas sierras grises, azules y malvas que en mala noche vi llenarse de luces -sin cuidado ni miedo de que nos dispararan- del ejército conquistador... (-¡Vámonos! ¡Ligero! ¡Vámonos!) Por la misma carretera. No, la misma no, y sin embargo, la misma, casi igual, casi tan repleta, bien asfaltada y -a trozos- lo suficientemente ancha para correr. Esos rascacielos universales, esos bloques a ambos lados de la carretera, idénticos en México, en París, en Roma... La técnica, la arquitectura, las comunicaciones rebajan el mundo a una misma estatura. >>

La película se estrenó en España el verano de 1978, muerto ya Franco; muertos ya Malraux y Aub, pero vivos todos sus demonios.