miércoles, 28 de diciembre de 2016

Barcelona y sus vidas



Una tarde, apurando Junio hasta el borde, de 2016. Humedad y calor en una ciudad en sus finales, si vencen esos, una verdadera necrópolis. Dos jóvenes, reencontrados en el tiempo, de la, tristemente, nueva época post truth y en el supuesto acabamiento de la historia política, hablan sobre sus vidas en una de las mejores ciudades europeas para vivir la vida bonheur, si se posee un saquito de dinero en los bolsillos. Una ciudad tipo, repetida, alienada, de plantilla, y sucia, si se está sometido al universo de sentido del trabajo, al homo economicus. Brutal. Una ciudad, a pesar de todo, de las más equilibradas en el orden estético, geográfico, climatológico y gastronómico; dispuesta para arrancar del aislamiento general la felicidad más concreta. Contradictoria, ay, como tantas. Descosida moralmente e irrelevante culturalmente, por podrida y primitiva políticamente, pero habitable. Hace falta un Kraus para que se viva una ciudad moralmente recta y pueda leerse, sin frustración ni rencor; leerla para vivirla de una manera distinta, y ser en ella de una manera distinta. En fin, dos jóvenes, hablan, de sus vidas barcelonesas. 

Ahora sólo habla un fragmento de la memoria... 

Y.-  Nos encontramos donde siempre. Se oye el hormigueo incesante de la gente en las terrazas veraniegas y su bullicio erótico casi adolescente, frustrado siempre por su vanidad y futilidad; se oye el ruido metálico y seco de los cuchillos, los cubiertos, y las copas donde se ahogan las miserias de la densa intimidad, en ocasiones, vidas enteras, pero no, ni de eso son capaces; sus vidas son propaganda de su propia corrupción, mentira hasta de su propia muerte. Voces graves y agudas, roncas, entrecortadas, aterciopeladas y duras como una piedra, envuelven nuestro cálido silencio y nuestro (re)encuentro. Todo un gallinero psicológico: lo gallinaceo que nos rodea, nos glosa, ¡no somos más que texto!, fundido en el decadente contexto, engullidos por él, prácticamente sin opción. R aparece vestida perfecta para la ocasión, carga elegante y ligera, fresca, con sus autores. Muchos jadean en cada párrafo y sudan tiempos enteros cuando escriben, sin que nada de todo esto le pese mucho, ella sabe llevar sus ideas acorde con los tiempos, pero con líneas sobrias, subrayadas, de elegancia. Viene de aparcar la moto, con nombre humano, o de serie de televisión, ¿Shandi, Sandy?. Yo, llego tarde y de casa, somnoliento, limpio, casi entero y acabado, aunque siempre aguardamos con alegría al otro, con la paciencia y el tímido temblor, un tintineo, de quien espera un placer intenso. Ya en la terracita, hablamos, no hacemos otra cosa que intentar descifrar la mentira de nuestro tiempo; ponernos de acuerdo en un modo de ordenamiento y comprensión del mundo. No hay más que cordialidad y ternura en sus gestos, humanidad e inteligencia en sus palabras. Una humanidad desnuda y profunda. Empezó a hablar, con una franqueza insólita entre mis pares, de lo que realmente interesa y es, mucho a su pesar, de absoluta y total actualidad para la izquierda: el sujeto histórico. De su desaparición y disolución, pues como todo animalito, su vida, depende de sus alimentos, inexistentes, y su adaptabilidad al medio, en este caso demasiado hostil. Un drama para la izquierda, si es que ella misma no lo significa ya. Hablaba digo, sobre una izquierda antigua ya perdida que nunca conocimos, con la autoridad de un juicio autónomo y con todos esos benditos y deliciosos libros reposando sobre su regazo, cómo se aguantaba la enormidad de Ferlosio ahí, ¡qué recostado y grueso se veía a Pla!, el escritor de la ciencia melancólica, con la vaguedad depurada del estilo, colada, cernida, en fuga, en retirada, reculada, de su prosa pura decapada, que decía Arcadi. Algún día tendré que ocuparme seriamente de este asunto, concienzudamente y disciplinadamente, como sólo se hacen los trabajos que verdaderamente importan por sí mismos, y son evidentes para unos pocos. Pla y Ferlosio marcaron esa tarde, pero podrían marcar a sangre y fuego cualquier tarde de cualquier vida, de nuestras vidas, incluso, nuestra vida entera. 

La plaza está llena, es un verano intenso, sudoroso y pesado, pero estamos solos. No nos oye nadie, o casi nadie. No nos importa que nos oiga nadie; aunque tampoco creo que nadie quisiera asumir esas voces, esas palabras, ese carácter y personalidad, van contra todos y contra todo, sobre todo contra esas identidades totalistas, en ocasiones, contra nosotros mismos y nuestro lenguaje. Tal vez no estemos aquí; nadie lo espera. De todos modos seguimos hablando, ella, repito, con esa franqueza insólita. Pretendemos tragarlo y digerirlo todo, tragamos el pasado, el presente, el futuro... pero estamos muy mediatizados,  por nuestro tiempo, nuestro presente nos desborda, nos aplasta, y nos engulle, en un mejunje ácido y extraño.Veo a nuestra generación, ¡no voy a hablar del conflicto político con nuestros padres, y sus residuos, todavía!, como el quebrantamiento de esa ley inflexible de la camaradería, perro no muerde a perro. Yo veo, insisto, ¡perro come a perro!, al modo de la antropofagia. Una mayoría ruidosa, indiferente, ignorante, inculta, apática, frívola y descuidada con lo que realmente importa, burbujeando en su levedad consustancial, estofadas sus cabezas. Y me ronda constantemene ese libro que marcó y marcará mi vida para siempre, uno de los diez más importantes que he leído, La gallina ciega, 1971, de Max Aub, los rincones de mi cabeza contienen los pliegues de sus páginas y fragmentos intensos de sus reflexiones y emociones, que en Aub son exactamente lo mismo, y recuerdo, porque llego a casa y lo vuelvo a leer: << Lo entiendo cada vez menos. Antes las cosas estaban claras y las esperanzas que podíamos tener de una evolución eran también más concretas. Parecían más alcanzables e inmediatas. Pero no resultaron así. La realidad se ha alterado y no hay nada que nos permita pensar que nuestras esperanzas estén ahora más cerca que antes. >> Mi generación directamente no tuvo ninguna barandilla en la que apoyar la esperanza, y nada estuvo claro bajo ninguna luz racional, cierto que no hemos sufrido las ilusiones perdidas, ¡aunque somos muy jóvenes todavía!, pero sí vivimos en la ausencia perpetua de esa esperanza antigua y honda, quizá emancipadora y plena. El único ideal es ese bienestar que se consigue con la traición al conocimiento, que dice Adorno; y desgraciadamente hasta los hombres, amigos y familiares más inteligentes y bondadoso, aspiran a él con inconsciencia y cinismo. Y sigo. Max Aub también escribió la raíz de nuestro tiempo y no sólo el suyo, y por eso es un clásico, intempestivo. Cuenta en su dañado y melancólico dietario, esa crónica sentimental, que lo más grave de su retorno a España y su penosa situación, precaria, no era la ausencia de libertad, sino la indiferencia gozosa y cínica con que los esclavos opulentos, los asimilados, vivían esa ausencia. A esos españolitos del franquismo, mentecatos y cobardones, les daba absolutamente igual la supresión de la libertad mientras pudieran llevar una vida acomodada y en "abundancia". Vivían como si no hubiera sucedido nada, como si no pasará nada, cuando todo había cambiado bajo sus pies hacia la decadencia y la indecencia; esa calma inocente y confusa tras el terremoto que se lleva tu vida por delante, ante tus ojos. Hoy sucede algo parecido con la verdad, el conocimiento y la vida justa, una vida adulta en estado de razón y serenidad, con aquello que no nombro, que no digo, pero que solo escribo, porque solo puede ser comprendido por la totalidad de la escritura o por una vida intuitiva, genuina y espontánea, y que realmente importa, mientras otros, los otros que no míos, lo hunden en el fango más viscoso y oscuro. Viven sin una sola brecha, sin un solo temblor, con una terrible firmeza de su yo hueco y vacío, en una dramática indolencia. Al borde, insoportable.  

Fin de una tarde de Junio, agotada, consumida, sin más.


jueves, 22 de diciembre de 2016

Sumisiones voluntarias

Quizá el objeto inmemorial, propio, de toda filosofía sea la vida, la vida recta y buena. Entender que la finalidad de esa escritura personal, como pueden ser las confesiones o unas memorias, es encajar exactamente el lenguaje de la intimidad con lo real, medirse uno mismo con las cosas para situar las palabras, frágiles y cálidas, de la vida personal como centro indeleble del mundo, es entender que hoy su función no es otra que la de la ciencia melancólica; concepto acuñado por Adorno en la dedicatoria de Mínima moralia. Ciencia melancólica de la que se ofrecen jugosos fragmentos indivisibles de vida y pensamiento hasta el borde mismo del libro. Reflexiones desde la vida dañada, el corazón de cada página, y La vida no vive, una especie de espantapájaros literario que debe colgar de todo libro en sus primeras páginas, y en esta primera parte de 1944, un año criminal de estetas que pretendían reducir al hombre a pastillas de jabón, dan muestra evidente de ello. Parafraseando, diríamos que se ha vuelto evidente que ya nada es evidente en la vida, especialmente en la vida íntima y personal. Lo que en un tiempo (me atrevo a decir que hasta el S.XIX) fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de la ideología; la vida es ya pura ideología. Ni siquiera lo privado, sino simplemente el comercio, el consumo y el ocio, que antes formaban parte esencial de la vida, pero fragmento y parte al fin, ahora son la vida misma en su totalidad, y como absoluto. La vida es apéndice del proceso material de producción por el que se desliza sin autonomía y sin sustancia propia, perfectamente repetible y sustituible por lo mismo, otros iguales, idénticos, adiestrados por el Dios del comercio. El todo del orden ideológico y cotidiano esterilizan la virtud moral, espontánea y distinguida, por la cual el hombre podía oponerse, resistir, y dar una producción de sí mismo más dignamente humana. Todo pensar veraz y toda acción honda caen dentro del perímetro de la ideología, hasta tal punto que vida e ideología se han hecho indisociables creando la ilusión de que ya no hay vida genuina ni es posible su expresión y recreación. Incluso el filosofar se ha visto sometido a su incesante yugo. Pla dijo que para que la filosofía recuperase su autenticidad, esta debería pasar una temporada en el purgatorio de la confesión personal, la nota subjetiva y el dietario íntimo; me parece bien. Precisamente aquel tipo de texto, tan múltiple y libre, que desgraciadamente se lee por nuestro presente con sospecha y recelo, como una caricatura de la verdadera vida, la servidumbre y sometimiento de la marioneta; donde los hombres dejan de ser espectadores y testigos de su tiempo pare ser síntomas de una época avasalladora que los apelmaza. 

Toda visión subjetiva forma parte del pasado, tiene algo de sentimental y anacrónico, algo de lamento melancólico por el curso del mundo, donde rechazarlo desde el no man's land parece un modo de anquilosamiento en un modo de ser corrompido que no es consciente de su situación y circunstancia general, que lo supera y arrastra. Toda "conversación" en el tiempo y en la vida se ha convertido en una narración providencial de representantes, el alegorismo de la vida donde el hombre tiene que representar una idea abstracta apologética, una causa, una clase social, un trabajo, o un momento histórico y productivo. Entonces permanece atado y amarrado en función de la representación pedagógica de la idea que se pretende imponer en nombre de la bondad y la justicia, como en una especie de predestinación ideológica y destino social. Esta esencia humana enajenada, reducida y degradada que consiste en la disolución del sujeto y su autonomía en el flujo del contexto, y en la que coinciden el sistema productivo y la posmodernidad, no solo conduce a la impotencia y la frustración, sino que se extiende, y nos desborda, hasta hacernos imposible una relación de franqueza y reconocimiento con los otros, incluso, con nuestros amigos. Vivimos impersonalmente. Sin recuperar y rescatar la experiencia individual, política e íntima, emancipada de la ideología, toda confesión personal es fruto de la alienación y conduce inequívocamente a la infelicidad. La mayoría de las vidas que veo y trato, que me involucran, son un absurdo quid pro quo.   

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Otro rugir de la marabunta

<<Cuando los asesinos fascistas están a las puertas, no conviene azuzar al pueblo contra el gobierno débil. Pero tampoco la alianza con el poder menos brutal implica la necesidad de callar las infamias. El riesgo que la buena causa puede correr por la denuncia de la injusticia que nos protege del diablo ha sido siempre menor que la ventaja obtenida por este último cuando se le ha dejado a él la denuncia de la injusticia [...] La invocación del sol es idolatría. Sólo en la mirada del árbol secado por su fuego vive el presentimiento de la majestad del día en que ya no tenga que quemar el mundo que ilumina.>> Dice Adorno a Voltaire en una sincera carta sobre la razón, nada anacrónica.

Tras el último atentado en Berlín, un camión delirante de dios que ha dejado algún que otro charco de sangre convertido por el frío y el tiempo en una lámina de costra marrón, incrustado en el asfalto y en la retina de los ojos mediáticos, las ruedas de los aparatos electorales europeos giran con la fuerza del odio visceral inmediato del agredido y el orgullo estúpidamente patriótico dañado; como nos tienen ya fatigosamente acostumbrados. Solo que ahora, bajo las relativamente nuevas condiciones (quizá por las tóxicas circunstancias mediáticas que han roto el sustrato ético: implosión de lo políticamente correcto y su complejo sistema eufemístico, y la idolatría de la vulgaridad y la zafiedad de lo políticamente incorrecto) regresivas de la política que retornan a viejas formas primitivas del nacionalismo y la organización religiosa de la explotación económica sistemática, parece que el peligro de la instrumentalización del dolor y el miedo, únicos vínculos que garantizan el odio y el hostigamiento del otro sin límites racionales, están más vigentes, por su intensidad, que en la última década. Tras el atentado, la marabunta ha cargado con la infamia a la socialdemocracia, que por si fueran pocos sus propios errores y desintegraciones internas, un burdo enemigo exterior (aunque ella lo haya producido) amenaza con devorarla hasta el tuétano. Un fenómeno de radicalización se incuba en los viejos y cansados países modernos, y los portavoces del populismo, matarifes y charlatanes, hablan en nombre del pueblo, por, para y desde, su inquebrantable voluntad general, para degradarlo y reducirlo a la irracionalidad animal que, en comparación, demuestra la dignidad del hombre adulto, en la edad de la razón, que hoy es residual. Los orígenes y las causas me son desconocidos más allá de las inestables e inseguras analogías históricas, pero su modo de manifestarse son evidentes: la demagogia y la mentira en el orden discursivo, y la reconversión reaccionaria (racial, económica, moral, cultural etc) de todas las capas sociales, incluso las acechadas por la precariedad, cuando no por el hambre, ese lobo universal. Cuando el lenguaje se vuelve apologético, sea en defensa de la sociedad abierta o el odio al extranjero de la integridad e identidad nacional, ya está corrompido, inservible para ajustarse a la realidad, o siquiera negarla, oponerse, resistirla, en aquello que tenga de injusticia. En su esencia está el medirse con las cosas, y en su perversión el oponerse a lo humano, y a los otros. Como mera herramienta de la propaganda se vuelve idéntico a la mentira como se hacen idénticas entre sí las cosas en la oscuridad. Así, el lenguaje de la quebrada y aparentemente consumida socialdemocracia, como el lenguaje de lo denominado por la prensa como "nuevos movimientos de la ultraderecha", la sombra del fascismo, dicen, comparten la misma incapacidad para vincular lenguaje y razón, pensamiento y verdad. La equidistancia política y moral de ambas ideologías no se corresponde, de todos modos, con las diferencias radicales de su presencia estética. Ciertamente la repetición de los momentos sociales y políticos que se imponen una y otra vez en el estado de bienestar poscapitalista como lo mismo, como iguales, idénticos, y saturados, se asemejan más a una vana y mecánica letanía que una verdadera recuperación la palabra veraz, o el rescate de un lenguaje racional y emancipatorio. Sin embargo, su relevancia estética, aún, de las formas liberales y socialdemócrata que tiene de aparecer el hombre, parecen el único camino para denunciar la injusticia y la mórbida basura que ellos mismos han creado; por muy contradictorio que parezca, el sistema actual permite pequeños cambios de microcirugía política, en la que pequeñas intervenciones modifican la estructura entera y la hacen habitable. Unas hermosas y densas palabras de Adorno sintetizan lo que pretendo decir: "Bajo las alas del poder han jugado la vida y el amor; ellas han arrancado a la naturaleza hostil incluso tu felicidad". Bajo las zarpas de la bestia por venir, ni siquiera un leve rastro de dulce humanidad parece posible, el mundo precario y de zozobra de hoy, quizá sea sustituido por un erial desértico e inhabitable.

PD: La manipulación y distorsión del atentado de ayer en Berlín por ciertas distopías regresivas dan un ejemplo palmario de ello; la por venir y rescatada ausencia del rostro humano.    




martes, 20 de diciembre de 2016

¡Oh, dulce y sabroso veneno!

(David Levine)

Todos los jóvenes, ahora sólo escribo para nosotros, que no son todos, hemos perdido algo valioso en el conflicto generacional; siempre recluido en el hermético ámbito de la privacidad y el secretismo de la intimidad. La firme voluntad de desenmascaramiento del joven con espíritu, inteligencia y moralidad, puede confundirse con la arrogancia y la insensatez, del mismo modo que nosotros vemos en el adulto, en las disfunciones de sus costumbres y su conciencia, la indeleble señal de la claudicación, la traición y el resentimiento; producto de ese enlace quebrado de la esperanza que conecta con ese hombre joven que no fue y ese espíritu que no hubo. La discusión en esos términos se vuelve tediosa, pobre y frustrante. La imagen de cierta madurez adaptada y asimilada a todo, ese peso de la vida mal llevado, sea lo que sea, me resulta ridícula y penosa, tocado por una extraña y triste locura, como si se vieran golpeados por una decadencia precoz y tuvieran que maldecir y boquear antes de arrastrarse precariamente persiguiendo un falso recuerdo, y un futuro adverso. En todo adulto manqué, el hombre marcado de Adorno, existe un poso denso de mentira e inferioridad; y, repito, como dice Adorno, "No hay vida justa, en la vida falsa"

Escribe delicadamente Benjamin en la misma charca:   

<< "Experincia (1913)"

Libramos nuestra lucha por la responsabilidad contra un enmascarado.
La máscara del adulto se llama “experiencia”. Es inexpresiva,
impenetrable, siempre igual; ese adulto ya lo ha experimentado
todo: la juventud, los ideales, las esperanzas, la mujer. Todo era
ilusión. A menudo nos sentimos intimidados o amargados. Quizás
ese adulto tenga razón. ¿Qué podemos contestarle? Nosotros aún
no hemos experimentado nada.

Pero trataremos de quitar la máscara. ¿Qué ha experimentado
ese adulto? ¿Qué quiere demostramos? Ante todo, una cosa: él también
ha sido joven, también él quería lo que queremos nosotros; él
tampoco quería a sus padres, pero la vida le ha enseñado que los padres
tenían razón. Y muestra su sonrisa de superioridad, pues a nosotros
nos sucederá lo mismo. De antemano desvaloriza nuestros
años, los convierte en una época de simpáticas necedades, en una
infantil embriaguez que precede a la larga sobriedad de la vida formal.
Así son los benévolos, los liberales. Pero conocemos otros pedagogos
cuya amargura no pretende ni siquiera permitirnos los breves
años de la “juventud”. Severos y crueles, quieren sometemos
—ya— a la servidumbre de la vida. Unos y otros desvalorizan nuestros
años, los destruyen. Y, cada vez más, nos invade una sensación:
la juventud no es más que una breve noche (¡llénala de embriaguez!);
después vendrá la gran “experiencia”, años de compromisos
pobres de ideas y carentes de inspiración. Así es la vida. Lo que
nos dicen los adultos es lo que ellos experimentaron.

¡Sí! Esto es lo único que experimentaron, jamás supieron de otra
cosa: el absurdo de la vida, la brutalidad. ¿Nos alentaron alguna vez
a emprender cosas grandes, cosas nuevas, a acometer lo futuro?
¡Oh, no, porque eso no se experimenta! Todo lo que tiene sentido,
lo que es verdadero, lo que es bello, lo que es bueno, está fundado
en sí mismo. ¿Para qué nos sirve allí la experiencia? Y he aquí el secreto;
como jamás eleva la vista hacia la grandeza, hacia la inspiración,
el burgués ha convertido la experiencia en Evangelio, en
mensaje de la vulgaridad de la vida. El jamás ha comprendido que
hay algo más que la experiencia, que existen valores a los cuales
servimos y que no están sujetos a experimentación.
¿Por qué la vida carece de consuelo y sentido para el burgués?
Porque lo único que conoce es la experiencia. Porque él mismo
carece de consuelo y sentido. Y porque él no mantiene ninguna
relación tan intima como la que lo liga a lo ordinario, a lo que es
“eternamente ayer”.

Pero nosotros conocemos otra cosa, que ninguna experiencia
nos da ni nos quita. Sabemos que existe la verdad, aunque todo lo
pensado hasta ahora haya sido un error. Sabemos también que se
debe ser fiel, aunque nadie lo haya sido hasta ahora. Ninguna experiencia
puede robamos esa voluntad. Sin embargo ¿tendrían en
algo razón los padres con sus cansados gestos y su desesperanza petulante?
¿Será triste lo que hemos de experimentar? ¿Sólo en lo que
no es posible experimentar podemos fundar la intrepidez y el sentido?
En tal caso, el espíritu sería libre, pero la vida sin cesar lo
arrastraría hacia abajo, porque esa vida, esa suma de experiencias,
resultaría desconsoladora.

Nosotros, sin embargo, no comprendemos tales interrogantes.
¿Acaso llevamos todavía la vida de aquellos que ignoran el espíritu,
de aquellos cuyo Yo inerte es arrojado por la borda como las olas
contra un arrecife? No. Pues cada una de nuestras experiencias tiene
ahora un contenido. Nosotros mismos le daremos un contenido
con nuestro espíritu. El irreflexivo se conforma con el error. “Nunca
encontrarás la verdad —le dice al investigador—, lo sé por experiencia.”
Pero el investigador hallará en el error una nueva ayuda
para encontrar la verdad (Spinoza). La experiencia sólo carece de
sentido y de impulso para el espíritu embotado. Quizá resulte dolorosa
para quien aspira a alcanzar las alturas; pero difícilmente lo
precipitará en la desesperación.

Una cosa es cierta: jamás caerá en una morosa resignación ni se
dejará adormecer por el ritmo del burgués. Porque —como habréis notado— éste sólo celebra todo nuevo fracaso. ¿Acaso eso nos está
demostrando que él tenía razón? Su creencia se ha confirmado:
es verdad que el espíritu no existe. Sin embargo, nadie exige como
él un sometimiento tan absoluto, una “veneración” tan rigurosa al
“espíritu”. Porque si criticara, tendría que participar en la creación.
Y él no puede hacerlo. Hasta la experiencia del espíritu, que él hace
contra su voluntad, carece para él de espíritu.

Dígale usted
que cuando sea hombre
respete los sueños de su juventud.*

Nada más odioso para el burgués que sus “sueños de juventud”.
(Y la sensiblería suele ser una forma de mimetismo de ese odio.)

Porque lo que aparecía en esos sueños era la voz del espíritu, que
también a él lo llamó una vez, como a todo ser humano. La juventud
es el eterno recuerdo de ello y por eso la combate, le habla de
esa experiencia gris y todopoderosa y enseña al joven a reírse de sí
mismo. “Vivenciar” sin espíritu es cómodo, pero funesto.
Repito: nosotros conocemos otra experiencia. Esa experiencia
puede ser hostil al espíritu y destruir muchos sueños; no obstante es
lo más hermoso, lo más intocable, lo más inmediato, porque jamás
puede faltar el espíritu si nosotros seguimos siendo jóvenes. Uno
siempre se vivencia sólo a sí mismo, dice Zaratustra al final de su
peregrinaje. El burgués hace su “experiencia”; y es la eterna y única
experiencia de la falta de espíritu. El joven vivenciará el espíritu
y cuanto más le cueste lograr algo grande, más fácilmente encontrará
el espíritu en todo su camino y en todos los hombres. El joven
será indulgente cuando sea hombre. El burgués es intolerante.

* Federico Schiller. >>





miércoles, 7 de diciembre de 2016

Se vive de lo muerto



Probablemente no haya nada más interesante, para un hombre como yo, que el compromiso y la creación; nada que llene más una vida cualquiera. Algo que me liga íntimamente, con el corazón y la cabeza, a la amistad y sus nombres propios, buenos y veraces, de un modo inquebrantable e insobornable. Así, con estas condiciones de antemano, ante una película de Elia Kazan, 1969, El Compromiso (The Arrangement, que sería mejor traducir por el acuerdo o el arreglo; aunque para el contenido de la película el compromiso es mucho más relevante que el papeleo), no podía resistirme: se unen las dos grandes pasiones, el arte y la moral, en una sola pieza limitada y ordenada, dosificada, por el tiempo; un tiempo digerido en compañía. En ocasiones un feroz y cruel enemigo, y en otras, el placer más dulce y delicado que se nos puede dar: un aplazamiento, una suspensión, preciosa, sólida, distancia. Fuimos, M y yo, de tarde, a la filmoteca, con un sol agradable de invierno que nos calentaba, y copa tras copa nos acercábamos; la proximidad es una cuestión de mesa y palabra, y no sólo de piel. Antes, tenía que contarme, tradición familiar, las cosas de su viaje por Viena, un desapasionado viaje que se realizó sin tener en cuenta ninguna de mis consideraciones o máximas de movimiento: nunca hay que ir a los sitios que no se hayan leído, ni a los que el estómago no encuentre su lugar y compañía; el espacio hay que comerlo, como satisfacción, y no como trámite. Ni mis libros ni mis deseos gastronómicos fueron escuchados. Íbamos a caer en la tentación, se me pasó por la cabeza, de entrar en un bar para minorías, ese tubo negro que al entrar ya pisas las cáscaras de gamba y rompes los huesecillos de pollo esparcidos por el suelo como residuos, en pequeños montoncitos. Nada de eso. Elegimos un bar moderno y juvenil, esa juventud prolongada que engloba incluso la decrepitud; un lugar amplio, diáfano, paredes de cristal, y una estética pop y casual, donde la comida es vacío y repetición. A pesar de las precarias, o rutinarias, condiciones gastronómicas, la conversación fluyó; un modo de prepararnos para el film de un poliédrico ser que me resulta polémico en todos sus aspectos.  

La obra de Kazan parecía interesante sobre el papel, sólo su planteamiento impresiona, espectacular en el fondo musical. Una vez desplegada, parece como si el director no creyera en la inteligencia del espectador, como si desconfiará de su sensibilidad, y tiene que explicarles la lección, una lección desordenada e inestable, en la que a modo de morcilla, todos los temas se agolpan y apelmazan sin mucho sentido narrativo, y superficialidad (son muchas superficialidades y capas) en el relato; con lo cual el aspecto dramático y reflexivo queda devaluado sin remedio, casi hasta la esterilidad. Su énfasis en las ideas, diálogos imperativos, que son realmente traumas y frustraciones biográficos cuando no prejuicios, hace en ocasiones de una película trágica, una verdadera comedia, "no sé de que te reías, tiene momentos de humor, pero no es para tanto" me decía M. En el fondo no había humor como distensión de la tragedia, era simplemente, pura comicidad. Combina las hipérboles cómicas de una supuesta locura, con el verdadero sustrato dramático y desgarrador que comportan; una mezcolanza potente que no termina de funcionar con la soltura, elegancia, y profundidad que los grande maestros del género, como Billy Wilder, consiguen. Capaz de arrasar y destruir a hombres, mujeres, familias enteras, íntegras sociedades, con una carcajada a mandíbula batiente, y dejar al espectador con la perturbadora sensación de tranquilidad, como si no hubiera sucedido nada tras un terremoto, con ese poso de frágil alegría que oculta una gran verdad trágica y mortuoria. La cinta, a pesar de todo, enseña algo importante: la vida, tal como es, solamente resulta soportable a los hombres por la mentira. Quienes rechazan la mentira y, sin rebelarse contra el destino, prefieren saber que la vida es intolerable, acaban por recibir desde fuera, desde un lugar situado fuera del tiempo, algo que permite aceptar la vida en su crudeza, pero no soportarla con decencia y honradez. Eso, para Kazan, no conlleva grandes momentos de resistencia moral, sino delirios y ataques de desesperación incontrolados, que conducen, sin sosiego, a la claudicación de todo un hombre, de toda su vida; una extraña forma de abandono de sí mismo como fin. Kazan muestra, de un modo irregular, la recreación de un hombre que vive de lo muerto, y que descubre, como Pla, que el problema es la vida, y su encaje, los inflexibles e ineficientes moldes sociales que no encajan en la complejidad y las hostilidades de la vida.

Por fin, en el punto de caramelo que deseaba. Su obra es estéticamente notable, y aunque la música que ilustra las emociones y estados de ánimo de los personajes desentone sistemáticamente con la brusca presencia, y los gestos, de los mismos, es una gran apuesta, desbordante, para involucrar al espectador en un viaje convulso y paradójico; un viaje por una vida concebida bajo la necesidad del mal, y su aceptación. Como en todas sus películas y adaptaciones, demuestra una fuerza y potencia de fuego admirable en cuanto al alcance de su creación, pero su difuso y cambiante compromiso, con la obra y con la vida, ese indisociable binomio, lo hacen un director incómodo y sospechoso. Se pide de todo gran creador que juega con la relatividad del bien y la necesidad del mal, y que coquetea con su belleza, que exprima al máximo los dilemas morales que plantea, que su contenido se reflexione y se exponga, para explicarse, hasta el agotamiento y la extenuación, pero que nunca queden vírgenes e indiferentes tras ser señalados, ahí, colgados en el aire, intocables, como intangibles. El caso de Kazan es ese, ese cinismo y frivolidad herméticas, esa manipulación constante de las emociones. A menudo me pregunto cómo un ser tan miserable y siniestro fue capaz de crear piezas de gran sensibilidad y belleza formal, capaz de gustarme incluso hasta el asombro: Al este del Edén (1955), La ley del silencio (1954), Un tranvía llamado deseo (1951) etc. Pero rápidamente me respondo, signore, usted es un gran creador a base de trampas y traiciones reales. ¡El desbordamiento del conjunto!, la nulidad y vacuidad de los detalles y la grosería de las sutilezas, toscas, brutas, chatas, insignificantes, no puede disociarse de su andar y su paso sobre cadáveres; la torsión en la vida, la brecha, el quebranto, se ve en su representación. Termina por ser, todo su esquema moral y el marco de su reflexión, absolutamente patético; tan bello y vacío, insultante, como el trabajo pacientemente meditado, pero cursi, de un esteta sombrío. Como el de los nazis hungaros, las bestias nyilas, que asesinaban a sus pobres víctimas al amanecer, para que la sangre tiñera los cielos y los ríos de un hermoso color burdeos, o ese crimen que consistía en que los muertos se comen a los vivos: el monumento de los zapatos de hierro en Budapest... Usted juega sucio, con la droga de la muerte, el miedo y la esperanza para representar al hombre tal y como sostiene que es, y que somos, ¡bah!, para lanzarlo y aplastarlo como una mosca sobre nuestros morros y aleccionarnos con la moralina sobre la vida y su insoportable levedad, esa piel inmoral y pretenciosa, egoísta; una justificación del mal como cualquier otra, ilegítima. El gran etilo, el talento, el ingenio técnico y la intensa belleza ocultan sus trampas, pero a mi no me engaña, señor, usted vive, se alimenta, de lo muerto, como un carroñero. La duda aún cuelga de mi cabeza, cómo el mal incuba y nutre la belleza, es capaz de tal asombro y tal admiración, el mío incluido, y la cosa rondará, y tendrá razón Rafael Chirbes, la buena letra es el disfraz de las mentiras. Sospecho, sospecho, de usted, señor Kazan...