Josep Pla declaraba en uno de sus múltiples papeles (Un infart de miocardi), que sus tres mayores adicciones eran el tabaco (Ideales), el café (italiano) y el alcohol (whisky). Tres acontecimientos fenomenales y grandiosos en la vida doméstica de todo hombre civilizado. Pues como bien decía el insigne escritor, el hombre no es un ser racional; baste ver su bestialidad e irrealidad en sus actos; sino que por naturaleza es un ser sensual, epidérmico, de piel, allí donde reside su mayor profundidad, en la superficie. Sin dicha hegemonía y prioridad corporal, y la armonía en el movimiento que impone su física limitación, no podría realizar sin desequilibrios fatales, ninguna actividad humana suficientemente satisfactoria. Gracias al café (con hielo) y su correspondiente pitillo de media tarde, he podido soportar el exagerado y excesivo calor de un verano hiperbólico; que ha alterado el comportamiento normal de los políticos y periodistas, ya de por sí sofisticado en lo degradante. Realmente nos ha convertido a todos en animales climáticos. Como decía, gracias al impositivo ritual del café y el pitillo, he podido mantener la concentración en ciertas lecturas, correcciones o pausas reflexivas, en las que se pretende buscar el adjetivo y vincularlo, con el acertado lazo, a la idea. Fumar es la pausa para adjetivar, concluye Pla. Una tesis que no me importa plagiar con el mayor de los descaros; pues la disciplina que impone el placer dosificado -el placer más superficial si se quiere, y más seguro- del café y el tabaco combinados, sólo es posible a través de la belleza geométrica implícita en la pausa y en la paciencia de la mecánica del sabor, la sensitiva epidermis que sirve también para trabajar: sin duda el trabajo es una cuestión de piel.
Siempre he sospechado de la gente que no ha fumado alguna vez por placer, intimidad o mundo propio, y sin adicción vulgar alguna, lo ha dejado voluntariamente como todo adulto desengañado. Siempre he dudado de la madurez de los que no toman café solo - prefiriendo batidos de chocolate o frutas, en invierno, algo absolutamente insultante- porque les impide el sueño; en lugar de atender a su actividad despierta y lúcida, a su quemado y negro sabor, y a su excelente brevedad, que impone el máximo equilibrio entre sabor y palabra, sensualidad y razón. Siempre he pensado de las distintas razas de abstemios -los incapaces de domesticar su conciencia alterada, incómodos ante el desorden de su propia casa-, que tienen miedo de sus limitaciones íntimas, emocionales, mentales... Pues si hay un lubricante mental mayor que el bourbone, debe ser de un peligro y riesgo inhumano, de mayores pérdidas que ganancias. Una decente borrachera acentúa los límites de la fraternidad y la poderosa capacidad retórica del hombre, adecuando el diálogo a su justa medida cómica, despertando el tímido sentido del ridículo; pues cuando se juntan más de dos personas para hablar en un espacio de privacidad, la cosa pinta metafísica en el mejor de los casos, o narcisista, en el peor de ellos. En ambos casos: situaciones hiperbólicas que hay que acotar y ajustar. Son precisamente esas situaciones gremiales, donde el comportamiento se inclina a lo biológico, a lo brutalmente animal, cuando más se necesita una técnica, primitiva si se quiere, de humanización, civilidad y autonomía. Lo contrario de la arrogancia de aquellos que usan el dinero, el tabaco o el alcohol para socializarse; desvirtúan con indiferente rigor taxonómico la individualización de estos productos o prácticas.
El lánguido y perezoso tiempo del verano, de una densidad y humedad tan pesadas como lo sólido, paraliza la actividad humana ordinaria, favorecen la observación neutral e imparcial del que simplemente pretende describir lo que ve. Un momento idóneo para perder el tiempo, pasar el rato y distanciarse de inercias y dinámicas automáticas con los placeres epidérmicos; para poner en práctica los mal llamados, vicios y adicciones, por el sistema del bienestar; pero que realmente, incluso en su uso desmedido, constituyen la economía espiritual más próxima y exacta del animal humano. Un animal de una piel extremadamente personal, muy íntima y de reacciones insospechadas. Parece ser, que este tiempo efímero de la pausa y la observación, del vicio como indeterminación de su naturaleza, no casa con el de la administración de la socialdemocracia, el tam-tam de sus cacerolas mediáticas, el ritmo televisivo de la política y el desarrollo burocrático de la vida; que se imponen incluso en la jurisdicción climática. La propaganda del bienestar, de la manutención de la mera vida, convertida en vida sana, saludable y ascética, como un pedazo de carne esterilizado; establece el imperativo de no beber, no fumar, no comer en exceso, no parar y no exceder los límites de la hipócrita y pacata moral pública: lo políticamente correcto. Meramente a través de esa actividad fría de oficina, de lo esquemático, de la perpetua y continua rutina, desnaturalizando el movimiento propio de lo humano: distraído, impredecible, contradictorio y dialéctico; se consigue aparentemente esa vida ascética y lisa: suprimiendo la vida cruda y descarnada. La piel como el mayor principio de individuación y autonomía, proporciona un mundo inquebrantable por cualquier exterioridad. Al igual que sus afinidades y afectos ( tabaco, alcohol, dinero, comida, otras pieles etc.), es un instinto mucho más decisivo que todos los principios morales de las sociedades humanas; así que las convenciones socialdemócratas del Estado del bienestar, tremendas e hipócritas, sólo son acatadas en función de su quebrantamiento, por defecto y posibilidades de exceso, no por su rigorismo y cumplimiento racional. Pla apostaba por la visión maquiaveliana (determinista) de la política y el hombre: placer, auto-conservación y utilidad; frente a la visión clásica (griega): orden político moral (libre), bueno (bello) y justo. Los dos modelos en juego en la disputa entre el animal racional y el animal sensual (climático); que lejos de complementarse, se excluyen mutuamente. Volviendo paradójica, contradictoria, y absolutamente hipócrita, a nuestra tranquila y adorable socialdemocracia.